Este es un relato extenso.
Para quien guste.

El contador Sarlenga apagó el pucho, cuidadosamente, se estiró en la silla, cruzó una pierna sobre la otra, entrecerró los ojos y respiró hasta colmar los pulmones. Cada vez que el contador Sarlenga armaba este pequeño escenario con el cuerpo, todo el mundo – es decir, todos los habitués del bar La Perla de Vigo – sabía que la conclusión estaba al caer.
El contador Sarlenga era un apasionado de las conclusiones. Al cabo de cualquier conversación, sobre el tema que fuera, banal o profundo, imponía una pausa, un breve suspenso, se concentraba en un punto imaginario – al entrecerrar los ojos, los enfocaba más allá de los vidrios, marco de la Avenida Córdoba – y largaba la conclusión, pausadamente, como quien juega una carta ganadora en un partido de truco, no, con el arrebato pueril de un adolescente, sino con el gesto maduro de quien ha trajinado por todas las mesas de juego del Universo.
Según Flaubert, arribar a una conclusión es la más estéril de las manías.
Pero, esto – el epigrama de Flaubert -, el contador Sarlenga, no lo sabía y, en todo caso, no le hubiera importado. A decir verdad, nada le importaba, ni siquiera la propia conclusión que se disponía a cincelar – palabra comodín en su vocabulario – ante su auditorio ocasional.
El contador Sarlenga no sólo era un apasionado de las conclusiones. También era un virtuoso, un artesano febril y perfeccionista que había convertido su pequeña manía en un esclarecido dogma, con leyes, estética, semiótica y todos los chiches. Una verdadera hermenéutica.
Ningún otro mortal, en Buenos Aires – y, probablemente, en el mundo – estaba capacitado para arribar a conclusiones del tipo que el contador Sarlenga servía a sus oyentes.
Mucho tiempo atrás se había emancipado del corsé con que la lógica embretaba a las personas empeñadas en cerrar, con alguna frase, algún resumen, las ideas u opiniones circunstanciales que inocentes conversadores tiraban al aire, en cualquier reunión, con la inconciencia de quien arroja margaritas a los chanchos.
Las conclusiones del contador Sarlenga iban más allá de la lógica, más allá, siquiera, del tema que las motivaba, más allá, justamente, de todo lo esquemático y maniqueo que se hubiera mencionado, intuido, soslayado, aludido o ignorado sobre el asunto en cuestión.
Las conclusiones del contador Sarlenga eran obras de arte, profundas, preñadas de significaciones vastas y concomitantes que se estiraban como el follaje de un árbol cargado de frutos, maduros y sabrosos, que aparecían, una y otra vez, al alcance de la mano que se aventurara más y más arriba, que tuviera el arrojo y la disposición a pegar el angurriento mordisco a cada una de sus variantes, a cada uno de sus contenidos simbólicos.
Las conclusiones del contador Sarlenga – para resumir – no querían decir nada.
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