(En el estilo de Dublineses, de James Joyce)
- Humberto Primo – dijo mi viejo, señalando el cartelito de la calle por la que habíamos doblado con el dedo mocho.
Se había cortado la punta del dedo índice de la mano derecha, hacía ya muchos años, con alguna máquina, en un taller en el que trabajaba, por entonces, siempre pensando en lograr su independencia, “ponerse por su cuenta”, como decía. Balancín o prensa, no me acuerdo bien cómo era que se llamaba la máquina, aunque él me lo hubiese repetido miles de veces. Todo lo repetía miles de veces. De esa manera, las palabras eran fetiches, ayuda memorias que servían para simplificar situaciones o historias que circulaban en casa, una y otra vez, entre mi viejo y mi vieja, como si la vida de nuestra familia - en la que me incluía o en la anterior a mi nacimiento - fuera una novela por entregas, con títulos específicos para cada capítulo.
Algunas veces, sentado en la minúscula cocinita, con el mate en la mano, sin saber yo por qué sucedía, mi viejo murmuraba:
- Bambino.
Y mi vieja, desde la única habitación, inclinada sobre la máquina de coser, suspiraba y repetía, con algo parecido a una sonrisa:
- Ah. Bambino.
Y no hacía falta agregar nada más.
Bambino era el hijo de una hermana de mi vieja que se había ahogado, una noche, allá por el sesenta y cinco, en el Tigre, borracho como una cuba, durante la despedida de soltero de Kuky, el hermano. Entonces, lo que más representaba para mis viejos, de esa historia, era la confluencia entre fiesta y muerte. Se hizo la boda y el velorio también.
Cuando mi viejo contaba esto, a parientes o amigos, lo hacía siempre de la misma manera:
- Con la Chela – por mi vieja – decidimos ir primero al velorio y después a la fiesta. ¡Qué locura! La Mary, la esposa del Bambino, ni quiso ir a la fiesta, de enojada nomás. ¿Qué culpa tenía el Kuky?
- Pobre – se lamentaba mi vieja -, el Kuky estaba triste pero, ¿qué iba a hacer?, ¿suspender todo y pagar la comida, el fotógrafo y los mozos para nada? ¿Y los pasajes para Brasil?
- Un dineral – terminaba mi viejo.
Los amigos, o parientes, asentían.
Y así eran todas las historias. La de Bambino, la de Carola y el Baby, la del veraneo en Carlos Paz y el accidente de mi viejo, la de los celos de mi vieja por alguna negra del barrio.
En fin.
Mi viejo, que siempre caminaba ligeramente delante de mí, dobló y dijo:
- Bolívar.
Creía que, con todas sus indicaciones, estaba haciéndome conocer la ciudad. Las pocas veces que salíamos juntos – siempre por algún trámite que tuviese que hacer -, se complacía en señalar calles, edificios o cosas de interés y luego, más tarde, en la cocinita, le decía a mi vieja que me había llevado por tal o cual barrio y que me había señalado las calles y los edificios.
Y mi vieja, que no conocía más que la manera de ir a las casas de los hermanos, decía siempre lo mismo:
- Para que se haga callejero, como vos.

Pero, a mí, no me quedaba nada de las enseñanzas de mi viejo. La ciudad aprendí a conocerla después, cuando me largué a andar solo. La necesidad, que le dicen, es la que te enseña las cosas.
Más tarde, a partir de los dieciséis años, conocí muchas calles, principalmente de la zona sur: Chile, Sarandí, Rincón, Alsina, Catamarca. También conocía las calles que había en medio de éstas. Pero decir Chile, por ejemplo, tenía otro significado. Representaba, para mí, una puerta de madera alta, con vidrios taponados de pintura barata, un pasillo de baldosas gastadas y frías, una inmensidad de gatos sigilosos y oscuros que deambulaban de aquí para allá, saltando las paredes o escurriéndose entre las columnas de hierro; también, lamparitas colgadas del techo, repletas de grasa y cagadas de rata. Una escalera, bordeada por barandas de hierro delgadas, enclenques, pintadas de celeste, por tramos, luego de negro, que daba al pasillo – largo como una balconada, cubierto por toldos de lona desgajados en costurones o agujeros por donde se veía un cielo pálido y aguanoso -, desde el que se accedía a los cuartos, estrechos pero altos, sin luz natural, unos al costado de los otros. Cuartos con una cama angosta, un ropero viejo, una mesita cubierta por un mantel de hule, en el mejor de los casos, una silla y una palangana de plástico con agua jabonosa.
En la calle Chile, la uruguaya Melina.
- Botija – me decía, riéndose.
- Qué quiere decir – preguntaba yo, mientras ella cerraba los postigos para que ningún mirón anduviese espiando desde afuera.
- Pendejo, eso, quiere decir – y luego me acariciaba la mejilla, para dar a entender que no me insultaba.
En la calle Alsina, era Gladis, una tucumana algo desleída y rara que colgaba estampas de Ceferino al costado de la cabecera de la cama. En Rincón era Betty, o Moncha, como le decían los negros que hacían la vigilancia en la puerta, siempre con la pava y el mate y algunos bizcochos. Cuando tenía que esperar, me convidaban y hablábamos del fútbol o del tiempo. Discretos, los negros.
- Juan de Garay – dijo mi viejo, antes de doblar hacia la izquierda -. Media cuadra más.
Y para reanimarme, después de tanta caminata, agregó, señalando con el dedo mocho:
- Donde aparece aquel balconcito.
Yo ya había aprendido, medio a los golpes, a cuidarme de repetir los dichos de mi viejo en la escuela. Desde que una mañana, cansado de los empujones y las burlas del idiota de Gaitán, lo crucé, en el segundo recreo:
- ¡Dejame de joder o te dejo mocho!
Todos los chicos se rieron y durante algunas semanas, cada vez que se acordaban, me seguían, murmurando por lo bajo: ¡Mocho! ¡Mocho!
Portaluppi, que era el más tranquilo de todos, el único con el que se podía hablar, escuchaba mis explicaciones acerca del dedo mocho de mi viejo.
- Sí – me decía, seriamente -. Los viejos siempre hablan así.
Ensimismado como estaba, cuando levanté la cabeza, cerca de la esquina, me di cuenta de que había seguido caminando solo. Atrás, a media cuadra, parado en su permanente actitud de cachada, con los brazos en jarra, mi viejo me miraba. Corrí hasta el lugar. Un segundo antes de llegar, mi viejo entró.
Después de un pequeño descanso de baldosas negras nacía una escalera, interrumpida por una puerta de doble batiente, pintada de amarillo, con un vidrio astillado. Cruzamos la puerta y seguimos subiendo. La escalera se curvaba, hacia lo alto, llegando a un rellano cuadrado desde donde se abrían dos pasillos, para ambos lados. El techo estaba roto por partes, dejando a la vista listones de madera y oscuridad. Mi viejo, siempre delante de mí, enfiló por el pasillo de la derecha, llegó hasta una puertita, en el fondo, y golpeó.
- Va – dijo una voz de mujer, adentro.
Escuché unos pasos secos y apurados, como el tableteo de una máquina de escribir, y la puerta se abrió.
- Qué hacés, China – dijo mi viejo, tomando a la mujer del brazo.
La tal China era una morocha grandota, alta, muy pintada, vestida con un pantalón corto, de jean, y un buzo con una inscripción en inglés. Calzaba unos zuecos gastados y tenía el cabello teñido, sujeto por una gomita elástica. Me miró, sonriendo, mientras mi viejo entraba:
- ¿Y esta monada? ¿Tu hijo?
- Mi secretario – dijo mi viejo, mientras la China me tomaba del hombro para hacerme pasar.
Siempre decía lo mismo, cuando yo lo acompañaba a cualquier lugar.
La mano de la China era fría, y me raspó ligeramente con las uñas, largas y despintadas. Olía a jabón común y, en el fondo, a lavandina.
- ¿Y Washington? – preguntó mi viejo.
- Ya se levanta. Preparo el mate – dijo la China. Luego, me miró: - Y vos, ¿tomás mate?
- Claro que toma – se adelantó mi viejo -. Ya es un hombre.
Luego supe que le echaban un chorro de caña.

Ambos se rieron, mientras yo buscaba un lugar donde sentarme.
- Agarrá esa silla, nene – me indicó la China.
Después se dirigió hasta la cocina, grande pero despoblada. Encendió una hornalla y luego cargó la pava con agua. Tarareaba una melodía de moda. Un twist, o algo así, que escuchaban los negros.
El lugar donde estábamos era un antiguo patio, al que rodeaban las habitaciones, cubierto por un cerramiento de metal y vidrio, bastante deteriorado. A un costado, junto a una pila enorme de diarios y revistas viejas, había un lavarropas. En el centro del patio, una mesa de madera y cuatro sillas parecían colmarlo.
Me sorprendió ver un jaulón grande, a mis espaldas, contra una pared descascarada, donde se aburría un solitario y mustio cardenal. Un televisor chiquito, apoyado en una vieja mesita de luz, estaba encendido, con el volumen apenas audible. El ambiente era frío, y noté un olor ácido, como de amoníaco o pis de gato.
La China vino con las cosas del mate y un plato con galletas y volvió a la cocina a buscar la pava.
Mi viejo me guiñó un ojo, mientras me señalaba, con el gesto, el traste enorme y chato de la mujer.
- ¿El laburo? – preguntó la China, sentándose, con la pava en la mano.
- Hum. Ju – resopló mi viejo.
Ese sonido quería decir: más o menos.
Parecía como una tos, mezclada con fragmentos de palabras. Luego, se rascaba la nariz, y hacía gestos con las cejas.
- Por acá, igual – dijo la China quien, seguramente, entendía lo que mi viejo quería decir.
Escuché ruidos en el interior de una de las habitaciones. La China se rió, dejando ver los dientes, muy grandes y parejos.
- Parece que se levanta.
- Era hora – dijo mi viejo.
- No te creas.
Miré hacia la puerta de la habitación. Por allí, apareció un hombre grandote, en musculosa, con una toallita en el hombro, y descalzo.
- ¿Qué hacés, viejo? ¿Qué andás necesitando? – dijo el hombre.
- La estilson – dijo mi viejo, con el mate en la mano.
Años más tarde, si yo decía: la estilson, la gente me miraba sin entender. Entonces, me corregía: la llave de caño. Mi viejo la llamaba así por una de las marcas que había: Steelson o algo así. Él y sus compañeros sabían de qué hablaban, pero el resto de la gente, no.
- ¿La grande? – preguntó el hombre, aceptando un mate que le ofrecía la China.
- Ecco.
Mi viejo explicó que la necesitaba por una semana, para un trabajo importante. Más tarde, cuando ya nos habíamos ido, mientras yo cargaba con semejante herramienta, me dijo que no valía la pena gastar plata en comprarla porque se usaba muy de vez en cuando. Todos se la pedían al uruguayo Washington.
- Por suerte él la compró – dije.
- ¡Qué va a comprar! – se rió mi viejo -. Este negro no compra nada.
El uruguayo dejó el mate sobre la mesa y se fue a un cuartito oscuro que había a un costado. Encendió la luz y pude ver algo parecido a un depósito, con estanterías de madera, donde se amontonaban herramientas y latas de grasa y aceite. Rebuscó por allí y salió, al cabo, con la estilson en la mano. La dejó a un costado, apoyada en forma oblicua contra una pared.
- ¿Algo más? – preguntó.
- No, yorugua – dijo mi viejo -. La semana que viene te la traigo.
- No hay apuro – dijo Washington. Ni me había mirado -. No voy a estar, la semana próxima. Me voy a Concepción. Pero está la China. Podés dejársela a ella.
Mi viejo me miró y no dijo nada.
Washington descolgó una camisa, se sentó y se puso las medias. Luego se estiró, sentado como estaba, para tomar un par de zapatos. Yo no podía dejar de mirarlo.
- El agua se enfrió – dijo la China.
- No importa – dijo Washington -. ¿Hacemos un billar?
- Bueno – dijo mi viejo, levantándose.
También me levanté, pero la China me dijo:
- Vos no, precioso. Quedate para hacerme compañía.
- ¿Tu pibe? – preguntó el uruguayo.
Volví a sentarme y me quedé un buen rato mirando al cardenal, en el jaulón. El uruguayo y mi viejo se dirigieron hacia la puerta. La China, con la pava en la mano, los acompañó. Habló algo con mi viejo, en voz baja.
- Mandalo, después – dijo mi viejo.
Luego, se fueron.
La China volvió y me dijo:
- Bueno, pimpollo. Supongo que no querrás tomar mate, ¿verdad?
No la miré a los ojos. Solamente vi la camisa desabrochada, el corpiño rosado.

Una hora después, estaba sentado, junto a la mesa, mirando una revista El Tony. La China salió del baño con una toalla en la cabeza, la cara limpia de pintura.
- Acá no hay bebidas para vos – me dijo, apenada.
- No importa – dije, sin levantar la mirada de la revista.
- Tu viejo está en la esquina. Andá. Llevate la revista, si querés.
Dejé la revista y salí. Una vez afuera, mientras caminaba por el pasillo, la China terminó de humillarme:
- Tené cuidado al cruzar la calle.
Cuando salí, me pareció que el día se había enfriado aún más. Crucé la calle y caminé hacia la esquina.
Era un bar viejo, con dos billares. Las mesas eran de madera oscura. Todo parecía muy sucio, incluidos los clientes. Un reloj marcaba las cinco y media.
Mi viejo y Washington estaban sentados al costado de una de las mesas de billar. Tomaban café. Washington guardó un par de billetes en el bolsillo de la camisa.
- Estos uruguayos no sirven para el billar – dijo mi viejo, señalando el tablero.
- Ya te lo creés, vos – rezongó el uruguayo, con una sonrisa.
- Vamos – dijo mi viejo.
Ni me despedí de Washington.
Salimos a la calle y enfilamos por Juan de Garay. Caminamos en silencio. Yo cargaba con la estilson. Mi viejo, caminando delante de mí, dobló hacia la derecha.
- Piedras – me dijo.
Más adelante, se detuvo, me pidió que lo esperara, volvió unos metros y se metió en un comercio. Al rato, salió con un paquetito. Reanudamos la marcha. Llegamos hasta la estación del subterráneo, sin que mi viejo me señalara las calles por donde habíamos caminado. Una vez arriba del tren, me dio el paquete.
- Para vos.
Eran tres revistas de Mr. Reeder. Mi profesor de guitarra tenía una cantidad de revistas de éstas, viejas, sobre un detective inglés. A mi viejo le molestaba que yo hablara, en casa, de las charlas con mi profesor.
- Te mando a estudiar guitarra, no a que te preste revistas – decía.
Estaba celoso. Pero, esta vez, me había comprado tres que mi profesor no tenía.
Hojeé una de ellas mientras viajábamos. Cuando llegamos a casa mi vieja dijo:
- Ah. Ya llegaron.
Decía esto con molestia. Vio las revistas que yo traía y preguntó:
- ¿Y eso?
- Una revistas, que le compré – dijo mi viejo.
- Revistas, revistas – rezongó mi vieja, mientras ponía la pava para el mate.
Fui a la habitación. Me senté en el sofá cama y empecé a leer otra de las revistas. Mi vieja preguntó:
- ¿Adónde fueron?
Mi viejo, a quien yo no veía, dijo:
- A lo del uruguayo Washington. Me prestó la estilson.
Por un momento no pude mantener la concentración en lo que leía, aunque la historia estaba buena y Mr. Reeder se estaba comportando mejor que otras veces. Levanté la vista y me quedé absorto mirando la cama de mis viejos, apenas separada de la mía por un pequeño espacio y por la máquina de coser.
En la pared, encima de la cabecera, el retrato de los abuelos, pálidos y grises.
Mi vieja pasaba, con el mate en la mano, por el rectángulo de la puerta.
- ¿Y ese aparato, cuánto tiempo lo vamos a tener acá?
Se refería, sin duda, a la estilson. Todo le molestaba.
- La semana que viene la devuelvo – se apresuró a contestar mi viejo.
Se hizo un silencio.
- La semana que viene – suspiró mi vieja.
- O la otra – completó mi viejo.
Se asomó, para mirarme.
Pero yo estaba leyendo. Y no pensaba dejar de hacerlo.
0 comentarios:
Publicar un comentario