Para mujer, la Negra.
Y no lo digo yo, solamente. Aunque, después de estas dos semanas, no quiero acordarme de la memoria de los otros. Así soy, ahora.
Sé ponerme un candado cuando me conviene.
Pero el otro estaba al caer y eso la tenía nerviosa.
- Quizás hasta el domingo - empezaba a decir la Negra, desde la cocina, envuelta en esa toalla tan rara, como mordida, como cortina rota.
Hay algo distinto en las piernas de una mujer y en la relación entre esas piernas y el resto. Las piernas de la Negra, allá, en la cocina, me parecían robustas, por no decir gordas; fuertes, piernas como para sostener más carne de la que habían puesto por encima.
Pero a la noche, sintiéndolas sobre mi espalda, o enroscándose en mis propias piernas, volaban con una agilidad de gato, ligeras, y un poco frías.

No sé por qué pienso en esto.
Como también me acuerdo del viejo, de ése que vivía con mi madre y a quien yo tenía que llamar papá. Me acuerdo de ese hombre llegando, una tarde, con su caballo, al tranco, como empujado por la tormenta. Me acuerdo de la cara, de los ojos y de las nubes detrás.
Se quedó a dormir; en el granero. No se le niega cobijo a nadie y menos cuando hay tormenta. Mi madre no se lo negó, claro. Y el hombre, como pago, arregló unas tablas que se arreglaban con sólo mirarlas.
Y se quedó un par de días más.
Y una semana más tarde, al levantarme, de madrugada para el tambo, me convidaba un mate sin gusto y una palmada en la espalda. Y se quedaba mirando, mientras mi madre y yo nos íbamos para el lado de las vacas. Y, desde allí, apenas le veía la figura y el rojo escabullido del cigarro. Y mi madre no decía nada, pero ordeñaba con fuerza.
Así fue; llegó, arregló unas tablas y se quedó.
Nada había por hacer; y eso era lo que buscaba.
- Joaquín, dígale papá - me dijo mi madre, una mañana.
- Papá - le dije.
Y el viejo ése, al que ahora debía llamar papá, me palmeó la espalda.
Y yo me dije que los años no tardan demasiado y que también me buscaría una casa con una mujer sola y arreglaría unas mierdas y me quedaría para siempre.
- Se va acabando la cascarilla - me dijo la Negra, como quien piensa en otra cosa.
Sería, nomás, pensé. No quería ir hasta el pueblo pero tampoco quería fallarle a la Negra. Ya se sabe, hay cosas que son importantes para que la mujer, después, a la noche, haga bien lo que puede hacer mal. Total, que un poco de cascarilla era migajas. Como los tablones aquellos. Y lo que ella pensaba...
Miraba para afuera, el campo.
Pero no era por ese lado por donde habría de venir. Y, sin embargo, ella miraba ahí. Son raras las mujeres. La Negra es como todas las mujeres pero de qué sirve pensar en eso; qué importa cómo son las demás. Si las demás no me hacen un café mierdoso como brea.
La Negra no sabe hacer café.
Hace dos años pasé a ver a mi madre y el viejo todavía ahí. Creo que, desde que me fui, no se movió del lugar y no terminó el cigarrillo roñoso que encendió mientras mi madre lloraba y me ponía unos pocos billetes en el bolsillo.
- Cuídese - me dijo, como si me palmeara la espalda.
Por respeto a mi madre no lo mandé al carajo.
- Usté también - le dije y eso sí era un chiste.
Y hace dos años me senté en mi misma silla, vi las fotos de mí mismo con delantal, o arriba de un caballo, o con esa prima de la Capital que me tenía medio estúpido, y mi madre me puso el guiso y el pan y el vino como si el viejo no existiera. Al menos, yo me creí eso. El guiso estaba rico.
El viejo no comió, no sé si de vago o por hacerme desaire.
No me importaba un carajo pero sí le acepté un cigarrillo.
- En una de ésas hasta el domingo - volvió a repetir la Negra, ahora con la pollera, la camisa y las tetas sueltas y en patas.
Me gusta la Negra. Me gusta verla, como ahora, tirado en la cama y fumando. Me gusta verla a través del humo del cigarro.
- Ajá - le dije.
Después de comer el guiso y fumar el cigarro me fui a andar por allí, como si la casa todavía fuera mía. Menos vacas, menos caballos. Todo más pobre.
Y las tablas, rotas de nuevo. Me puse a arreglarlas y también arreglé un poco el granero y revisé la hacienda y el sulki y estiré unos alambres.
No sé por qué lo hice. No sé para qué.
Me preguntaba si antes de que el viejo se muriera quedaría algo.
Tendría que ir, este año; o el otro. Vaya a saber si no me encuentro a otro viejo, llegado con una tormenta, fumando, mirando la nada. Mi madre es una mujer y con las mujeres nunca se sabe. Y, después de todo, prefiere estar sola y para estar sola tiene a ese viejo, allí, afuera, que no sirve para nada.
Y le hace la cama, o le pone las ventosas, y le arregla la ropa y le dice algo o no le habla por días. Sin enojos. Nadie se enoja y a nadie le importa demasiado. Es sólo alguien a quien atender. A quien saludar por las mañanas.

La Negra me está diciendo algo y yo fumando como si fuera sordo.
La llamo con el gesto y le digo que está por llover y que me gustaría.
Pero la Negra no sabe deshacerse de lo que hace y si ya se ha vestido tenés que esperarla, tenés que domarla, darle tiempo. Saca pan de la bolsa y lo corta; lo pone en un plato y acomoda las tazas. Y al rato saca el café, lo sirve y me mira. No me llama, pero me mira.
Y yo, que sé arreglar más que unas tablas de mierda, me levanto y le hago el gusto y me tomo el café sin decirle nada y el pan está un poco viejo y a ella no se le ocurre que ponerlo en el horno podría ser una buena idea.
A veces se ríe, sola. No sé de qué se ríe pero me altera un poco.
No se ríe cuando mira hacia afuera, el campo. Se ríe mientras corta un pan; o cuando está haciendo las camas; o cuando se peina. Después de esa risa, en cualquier momento, si la llamo, viene rápido, viene esperando, caliente.
Quisiera oír la risa ahora pero ella está esperando algo, está esperando que el otro aparezca, a lo lejos, lo suficientemente lejos como para darme tiempo a salir por atrás y perderme por un buen tiempo. Lo está esperando y suspira y no creo que tenga ganas de reírse.
Yo podría decirle pero, para qué.
A veces conviene estar tranquilo, solo, tirado en la cama, fumando. Con las ganas, sí, pero eso no cuenta porque si la Negra está allí, a sólo un par de metros, ya será, pienso.
Si tiempo es lo que sobra.
- Me voy para el pueblo - le digo, sin moverme.
- Bueno - me dice.
En cualquier momento se larga a llover y a nadie se le ocurriría ensillar el caballo, como estoy haciendo, y galopar cuatro leguas para traer un poco de cascarilla pero me gusta la lluvia en el campo y, además, prefiero la cascarilla al café que hace la Negra.
Y ando corto de papel y de tabaco.
Como aquella tarde en aquel pueblo y a esa hora.
Llovía tan fuerte que el tabaco se había convertido en una pulpa marrón y me ardía la garganta, hambrienta de caña y cigarro. Y doblé para el pueblito ése, que no conocía nadie, y llegué justo para la pelea.
Desde afuera se escuchaban los gritos, a pesar del estruendo del agua.
Podría no haber entrado pero estaba rendido y, además, qué mierda me importaba que otros se pelearan mientras la cosa no fuera conmigo. Dos hombres se insultaban con otro y en la boca de los tres se dibujaba una mujer y ése era el motivo de la pelea y uno de ellos tenía el cuchillo en la mano pero, me di cuenta, con eso no alcanzaba.
Alguien habló de salir afuera. Se gritaron más, antes de salir. Unas mujeres y unos chicos miraban la escena; y un par de viejos también. Y todos salieron a mirar y nadie me sirvió una puta caña ni me vendió unos cigarros. Así que salí con ellos.
Entre los dos se cargaron al del cuchillo y después se fueron. Y otros hombres, de las casas vecinas, aparecieron y, después de rascarse la cabeza, se llevaron al finado. Las mujeres cuchicheaban entre sí y los chicos, al rato, nomás, jugaban bajo la lluvia. Uno de los viejos me preguntó qué quería y después me trajo la botella de caña y el tabaco. Y un poco de guiso.
Y como ya no había nadie para atender y llovía como una furia, se sentó conmigo a conversar.
- Pah, que te has mojado - me gritó la Negra, mientras desensillaba.
Cuando saqué la bolsa de cascarilla de abajo de la montura, seca y olorosa, se rió con fuerza; y yo supe que esa noche la cama estaría caliente y no habría café de mierda.
No había estado errado y hasta la carne me pareció más sabrosa.
Miro a la Negra dormida, a mi lado, y me siento a gusto y el cigarro sabe más fuerte. La Negra todavía es joven y tiene la piel dura y todo más o menos en su lugar. Y eso es bueno.
El pueblito aquel era menos que nada y el viejo lo sabía.
Le pregunté qué harían con el muerto.
- Enterrarlo - me dijo, como si lo hubiera ofendido.
Me pareció bien; no es de gente honrada andar dejando muertos tirados por ahí. Si hacían eso, aunque el muerto no les iba ni les venía, ¿qué más hacía falta? Con eso alcanzaba.
Y a ellos tampoco les importaban las historias de ésos de afuera, ni la mujer del finado, ni si la habían guampeado o no. La gente se muere por lo que tiene ganas, me dijo el viejo y después ya se fue quedando sin palabras. Cuanto más viejo menos palabras hay para decir.
Dormí en una pieza, arriba del boliche, sobre unas mantas.
No era tan lejos, tampoco.
Pero después de esa lluvia el tiempo anduvo algo seco, como cuarteado, y yo quería caer empujado por un arreo de nubes gordas y grises, como el viejo en la casa de mi madre. Era la manera de conseguir cobijo y estudiar la cosa. Fueron días de espera, aburridos.
Con el viejo del boliche casi ni hablábamos, de qué. ¿Guiso?, guiso. ¿Carne?, carne. ¿Caña?, caña. Y pare de contar.
Hasta que el tiempo no se fue desmejorando no hubo nada que hacer. Pero, desde que el mundo es mundo, llueve y para de llover, mucho o poco, así, quién puede hacer algo con el tiempo. Cuando fue propicio ensillé y me fui yendo despacio, sin apuro, fumando.
- Si no viene el domingo - me dijo la Negra, antes de dormirse.
- En una de ésas no viene - le dije.
- Ojalá.
Cuando está dormida, la Negra me sigue gustando.
Es joven, tiene mucho por aprender. Aprender a hablar menos, a no esperar nada, a saber que otro no se va a dejar coser a puñaladas por ella. A saber que nadie más va a venir a buscarla.
Aprender a estar sola, como mi madre. Sola y dispuesta.
En eso pensaba, fumando, mientras ella dormía a mi lado, desnuda bajo las cobijas.
Pensé que podría decirle, nomás, para que se quedara tranquila.
Podría decirle de aquel pueblo perdido, de la pelea, del finado, de ella misma en la boca de ese viejo que no la conocía y se tomó media botella de caña conmigo.
Yo podría decirle, pero para qué.
Si tiempo es lo que sobra.
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