Biblioteca anarquista gratuita

En la página Utopía Libertaria podés descargar gratuitamente una prolífica e interesante biblioteca de textos anarquistas. Entre ellos:
Berkman - El ABC del comunismo libertario
D'Auria - Contra los jueces
García Moriyón - Senderos de Libertad
Thoreau - Desobediencia civil y otros textos
Archinov - Historia del Movimiento Makhnovista
Baigorria - El anarquismo trashumante
Kropotkin - La moral anarquista
Varios - El anarquismo frente al derecho

Leé, estudiá, informate.

Asociación contra la violencia familiar

Notas acerca de música contemporánea




Iremos publicando pequeñas notas referidas al asunto de la música contemporánea, mal llamada académica o culta, especialmente por el lado de la producción nacional y sus autores.
Y también acerca de políticas culturales supuestas, de las genuinas y de las otras.

1.- Acerca de Juan Carlos Paz
2.- El gran Alban Berg

Una frase de Brecht para no olvidar

Una frase de Brecht para poner en la mesita de luz

El peor analfabeto, es el analfabeto político él no escucha, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
El no sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pescado, de la harina, del arriendo del zapato y del remedio dependen de las decisiones políticas.
El analfabeto político es un burro que se enorgullece e infla el pecho diciendo que odia la política.
No sabe el IMBÉCIL que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político sinvergüenza, deshonesto, corrupto y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.

Un poema para mi padre

Requiem

Quería saber tantas cosas
y no fue a tu lado,
ni contigo ni cerca de ti,
pero, quizás sí, ahora lo pienso,
quizás todo lo que deseaba saber,
lo que no hubiera debido saber,
lo supe por ser cerca de ti,
al paso, furtivo junto a ti
detrás de los claroscuros
que mitigaban tu ansiedad
en las noches compartidas.

Qué quisimos compartir
- qué quise compartir -
que nos fue vedado, padre.

Pasó el tiempo y con él
también pasamos nosotros
y hoy tu voz, tus gestos,
la mueca de tus labios
y la mirada que cuesta descifrar,
están lejos
y a la vez tan cerca.

Quisiera que mi corazón
dejara de latir por un momento
para hermanarse contigo.
No lo logro.
Por qué, a tantos años de distancia,
aún te busco
y no supe buscarte.
Por qué quisiera saber,
de una manera distinta,
lo que ya sé, lo que supe
cuando no debía saberlo.
En qué parte de nuestro mundo
estuvo lo amable,
lo pudoroso, lo incierto.

Camino por las calles, respiro,
vivo, soy, me esmero. Eso creo.
Me debo a otros pero nunca enteramente
porque detrás de mí
camina tu sombra.

Por años creo que ya no está.
Pero nunca es para siempre.

Ayer, en un momento de la noche,
mientras afuera llovía,
viniste a visitarme.
No sé si es grato, no sé
- en el momento en que ocurre -
si tu visita me alivia o me sume
en nostalgia preñada de humedad,
de sabor a cosas perdidas.

Pero si no vinieras,
si los años pasaran y se transformasen
en siempre, o en nunca,
sé que algo grande se moriría en mí.

Y aún falta tiempo para eso.

Algunos poemas bastante cínicos

La sabiduría

Usted sabe
(todos sabemos)
que saber no significa
la gran cosa.

Tanto es así que
usted sabe
(todos sabemos)
y eso no enriquece
su vida.

Porque saber,
mi amigo,
(y eso, todos lo sabemos)
no alcanza para decirle
a esa mujer
que la ama.

No, no alcanza.

Para que alcance
debe saberla a ella.
Su sabiduría
sólo será completa
cuando la sepa a ella.
Saberla hasta lo último,
hasta que ya nada
quede
de ella.

Cuando lo logre
usted sabrá
(todos sabremos)
lo que ellas saben.

Desde siempre.



QUISE SABER POR QUÉ
AQUEL LIBRO ERA TAN MALO



A pesar de las recomendaciones
de la prensa oral y escrita
y de las apologías de un crítico
de éstos que pululan en los diarios.
Y a pesar de una cuidadosa y obsesiva
propaganda en cada vidriera
y en cada escaparate y en cada murmullo
salido de la boca de turgentes estudiantes
de letras y demás obscenidades
el libro era rematadamente malo.
El autor era diestro en el manejo
del estilo directo. Directo al hígado.
Y, sin embargo, encabezaba las
listas de ventas.
Todo el mundo
compraba el condenado libro.
Sumando a los amarretes que sólo
leen de prestado y a los ejemplares
distribuidos en ¡bibliotecas populares!
podía decirse que nadie estaba a salvo.
Yo también lo leí, lo confieso.
Entonces pensé lo que siempre pienso:
que la mayoría de la gente no sirve para nada.
Pensar así me consoló pero seguía
sin saber por qué aquel libro era tan malo.
Volví a leerlo, una y otra vez.
Y una tarde caí en la cuenta:
aquel libro era tan malo porque gustaba
a la puñetera mayoría.
Como diría mi amiga mexicana:
chingue la mayoría.

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Directorio Maestro

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La MIrada

La mirada

Los ojos son de persona inteligente. El resto, no.

Absolutamente, no.

Nadie, de todas maneras, se da cuenta porque la gente no mira los ojos. O no los perciben tal y como son. Lo que dicen, lo que sugieren. La sugerencia no es de este mundo. De este mundo de blancos y negros, de moles de pensamiento pesadas y toscas como cucharones de guiso plaf sobre un plato. Un guiso que salpica, que nos hunde su hedor por todos lados. Nadie mira a través del guiso y quizás hagan bien. Quién puede saberlo.

Pero yo, sí.

La cara es el problema.

Es una cara extraña, singularmente extraña.

Raída, granulienta, deformada como un bizcochuelo cocido en un mal horno. Tiene protuberancias, salientes gordas o melladas que se escapan de la simetría esperable en una mejilla, en una comisura, en la papada apenas oculta por una prenda barata y sucia - aunque esté limpia -. No es una deformidad evidente, estentórea, banal. Pero altera de tal manera la simetría de este rostro de mujer - de este deseable rostro de mujer que pudo haber sido - que parece coexistir, ser una segunda naturaleza; como una enfermedad crónica o un segundo nombre desafortunado que no se puede ocultar. El cabello aún es peor, pero eso tendría arreglo. Tendría esperanza. Igual que el color sufrido de la piel, expuesta a la inclemencia del tiempo bárbaro de estas regiones en donde las personas conviven en un taimado contacto con la naturaleza, un contacto que es una pobreza, un demérito, una pus de noches frías y de blancas mañanas de soledades y ropa tendida y perros bichocos y barro o tierra seca y plantas y.

La mirada la salva. Los ojos. Los ojos y la mirada.


Aunque está clavada en algún punto impreciso por detrás de mí, insomne, aguachenta y, a pesar de eso, vibra. En su quietud de rumiante - contagio de la cara, de la deformidad que invade y afea - vibra, vive, es.

Gracias a eso la estoy viendo.

A unos metros, echado sobre sus extremidades, el crío hace una pirueta que se le va de cuerpo y se estampa de cara contra el duro piso.

No llora de inmediato, claro.

Primero se alza un poco, como si hiciera una flexión, busca, con la mirada, a la mujer y cuando la ubica, por fin, expande un grito furioso, estridente, con algo de crepitar dentro de tus oídos, que enmudece a todo lo demás y concita la mirada desaprobatoria de la gente del lugar.

Me interesa ver cómo el berrinche del crío repercute en la mirada. Lamentablemente, ella desvía el rostro, apenas, pero lo suficiente, y enfoca al crío. No dice una palabra. No puedo ver qué está diciendo esa mirada, qué dicen esos ojos. No puedo y no sería apropiado levantarse para descubrirlos.

Hay una comunicación entre el berrido estriado y punzante y el gesto de la mujer - un gesto imperceptible, como muerto - y quizás la mano de la mujer, estirándose - como el grito del crío -, extendiéndose, a la espera, sea la consecuencia de estas circunstancias. Esa mano, al final del brazo, extendida, como una suplicante. Extendida hacia el grito.

El grito, a pesar de ello, no termina y eso me da una idea de que tiene forma y sería bueno retratarlo con el lápiz que ya tengo en la mano y que uso para borronear los márgenes de estas estúpidas planillas de un trabajo estúpido y para estúpidos.

He dibujado una cuchara. No sé por qué. Pero allí está.

Qué relación habrá, me pregunto, entre el grito del crío - que se mantiene -, el perfil de ella - que oculta su mirada, los ojos -, el mutismo hostil de los parroquianos y esta cuchara.

El grito del crío se mantiene. Recién caigo en esto.

Y pienso, a pesar del chirrido como de gomas que se desgarran contra un pavimento, que esto es así porque para el niño su grito tiene una forma específica y una consistencia y de esta manera permanece en algún pliegue recóndito de su cerebro. El grito, en ese pueril y nada sofisticado cerebro, está entero, tiene forma y cuando sale debe salir total y rígido, como una jabalina. Sale desde su principio y termina cuando todo está afuera.

Ahora, por ejemplo.

Ahora ya ha cesado y el silencio que sigue a la terminación del grito parece más pregnante, más lleno, por así decirlo, más duro y sólido y ancestral.

El crío abre los ojos, conforme con su grito, y la mira.

Mira la cara - que algo dirá, supongo, aunque yo no la vea - y también la mano. Y eso lo consuela, lo redime, lo seda. Ahora se incorpora, un poco inseguro, claro, y camina hasta la mano y allí es cuando entiendo la cuchara en el borde del papel, la esquemática cuchara a la que le falta, como compañía, este tenedor que estoy dibujando con menos precisión que la esperable porque no puedo desviar la vista de este pequeño drama.


El chico llega hasta la mano de la madre y hasta el pan que por milagro apareció allí, sin que la mujer alterase por un momento el rumiado sopor que la envuelve y la destina a la insidia y el rencor.

Una mano y en la mano un pan. Y un chico que lo toma.

Y un par de mujeres mayores que entran y buscan una mesa en este bar de suburbio, una mesa - pienso - como las del Centro, pero no hay. Las mesas de este lugar son desproporcionadamente grandes y las sillas incómodas y nada suele tener la correcta perspectiva, como un cuadro super realista. Las mesas son jactanciosamente rectangulares y las dos sillas que las pueblan a cada una, huérfanas, no se puede decir otra cosa. Orfandad, en todo lo que nos rodea. Y en las mujeres.

Una de ellas ha dicho algo acerca del clima.

Y la otra le ha dicho algo acerca del crío.

Porque el crío - pan en mano - le ha estampado una manita pegajosa, llena de migas humedecidas y de moco, en la pollera. Y la otra lo mira, azorada, como quien mira un escándalo.

Y de nuevo la mano extendida y la palabra muda de los ojos.

Y el crío que responde.

Y para esto no encuentro dibujo apropiado y me digo que en esta espera macilenta y final nada de lo que busco estará fuera de esos ojos rodeados por la cara torpe, por el cuerpo deforme, por la vacua pretensión de evadirse de una normalidad que, al menos, nos diga la verdad de las cosas. Dónde estará esa verdad, digo yo, en este bar, a esta horas, en este suburbio, mirando a las mujeres acomodarse como si todo les quedara grande y como si todos fuésemos ladrones.

Una de ellas pide un té y la otra un café y no es esa mínima diferencia lo que las singulariza. Nada lo hace. Nada lo hará. Son sólo distracciones, a la espera del tiempo que transcurrirá y de la verdad que busco en esos ojos y que con un esfuerzo de imaginación...

Polo estará en alguna parte de esos ojos.

Estará, pienso. Podrá haber sido que en una parte de esos ojos esté Polo. Mi viejo amigo, mi compadre.

Será que lo único que queda de Polo es un pálido reflejo en la mirada inteligente - sí, inteligente, pero a nadie le importa, ni a ella misma, ni al crío, ni a las viejas - de esta mujer que ahora baja la mirada y la deja cautiva de la sucia fórmica de la mesa extremadamente rectangular de este viejo bar del suburbio desde donde yo la estoy mirando.

La mirada baja y Polo se me escurre al perder ese pequeño amarre.

Años, muchos años. Atrás.

Y en el Centro, que es donde ocurren las cosas.

Yo creo - creí y creo - que las cosas ocurren en el Centro y que cuando pasan, cuando han cesado, cuando sólo quedan las consecuencias - trágicas o cómicas o indiferentes - bien pueden refugiarse en un suburbio como éste - Témperley, o Calzada, o Pontevedra, qué importa -, bien pueden venir a morirse en estos lugares, a olvidarse en estos lugares.

Espero a Polo, igual que la mujer. Y que el crío, aunque no lo sepa.

Y mi espera es distinta y desafortunada. Pero inevitable. Lo espero para hablar un poco, para rememorar viejos tiempos, para brindar y convertir a este miércoles cualquiera de un mes cualquiera de un año cualquiera en un día distinto y último. Lo espero para darle brillo a su vida, para reverdecer viejos laureles - no se me ocurre una frase mejor, y soy tan pobre como él -, para creer que la vida, a través de las palabras casuales, pudo haber sido de una manera diferente a como fue, y para matarlo.

Esa es mi misión y debo cumplirla.

Si lo pienso un poco no podré hacerlo.

Nada más banal que esta misión. Nada más torpe, tonto y desmesurado que esta misión. Nada más irreal que la pistola que guardo en el maletín y estas planillas apócrifas que sirven para disimular lo que a nadie le importa.

Miro a la mujer y al crío. De qué los estaré salvando. A qué abismo los conduciré. O todo quedará igual. Unos ojos, una mano, un berrinche.

Estoy por pedir otro café.

Alguien entra en el bar.

Me doy cuenta por un íntimo temblor en la mirada de la mujer que he llegado a conocer tan bien, en tan poco tiempo. Qué querrá decir ese temblor, porque Polo no pudo...

No. No le dijo nada. El temblor sería algo así como un reencuentro, un fugaz y cotidiano reencuentro con una tabla a la que aferrarse, sin saberlo, sin entender, probablemente, el significado de la palabra tabla. Es una tabla la que ha entrado en el bar. Y a nadie le importa. Y eso me sirve. Y detesto que me sirva.

Porque luego de hacer lo que debo hacer - algo de tiempo tengo, los detalles, ya se sabe, no cuentan en la vida de nadie - la indiferencia es un salvoconducto, es un pasaporte hacia otros estadios del tiempo y yo seguiré cumpliendo órdenes hasta jubilarme. Hasta jubilarme siendo el destinatario de la orden impuesta a otro.

Que no será mi amigo.

La mujer alza la vista - que se ilumina apenas, quisiera creer que no solamente yo lo noto - y cobra una centésima de vida, un chelín, una moneda, una nada.

Oigo los pasos y, luego, la voz.

- Celina, ya va - dice Polo, a mi lado.

Y el cuerpo de Polo desciende sobre la silla y como todos los días - pienso - hace una seña al mozo y esa seña dice un café y me imagino que la rutina no nos permite evadirnos del último día y que el último día también pediremos un café. Me mira, sonriendo, y hace otra seña. Otro café.

- Me encontraste - dice.

Como si hubiera sido tan difícil, pienso, antes de decirle que sí, que lo encontré. Que, la puta madre, lo encontré. Sí, lo encontré.

- En fin - piensa, en voz alta -. Pero ya está todo arreglado.Y yo estoy muy cansado. Es así, no hay vueltas que darle.

Una de tus frases predilectas: no hay vueltas que darle. Quién hubiese creído que estas frases, casuales, impertinentes o bobas, hoy tendrían otro sentido. Un sentido definitivo. Qué tontos; deberíamos vivir callados. Para qué escupir para arriba.

- Ella no sabe. No sabe nada.

La mirada de la mujer sigue siendo tal y como yo la entreví: inteligente y serena. Pero el cuerpo ha adquirido otro contorno. Se mueve, se acomoda. Dice - ese cuerpo, esos ojos - que una nueva variable del tiempo ha llegado para instalarse toda vez que Polo, que aquello que para mí es Polo y para ella vaya uno a saber qué, ha llegado y ese ha llegado la involucra y también involucra al crío que ahora se trepa a una silla y en esa silla espera lo que no vale la pena esperar pero que siente que debe esperar. Algo, algo espera. Algo esperará.

Y no vale la pena.

- Y vos - me dice Polo.

Lo que digo lo digo sólo porque tengo que decirlo. Aunque sé que nada cambia las cosas. Que las cosas no pueden cambiar porque son el resultante de otras cosas. De ésas, de aquellas, de las que no manejamos.

- No podrías haberte ido más lejos.

El mozo trae los cafés. Digamos que tomar el pésimo café de este lugar nos sitúa en el tiempo. El tiempo es algo que pasa ahora. Hoy. Y no hay vueltas que darle.

- Para qué.

Yo pienso lo mismo y no quisiera pensarlo. En el gesto de Polo, en el lento chirriar de la cuchara girando dentro del líquido caliente, veo aquello que vi tantas veces sin darle la debida importancia. Mirá vos, la debida importancia. Bueno, ahora se la estoy dando. Para lo que sirve.

- Qué sé yo -le digo.

Y no le miento.

- No estás solo - me dice, finalmente.

- No. Me esperan acá a la vuelta.

- Tiene que ser acá.

- Sí.

- Esperá, entonces.

- Está bien. Tenemos tiempo.

Como una postal de los años que fueron, que no volverán, Polo sonríe y repite, por lo bajo, ese tenemos tiempo irrisorio y pérfido. Luego, se levanta.

Camina un paso hasta donde la mujer lo espera.

- Andá para casa. Yo voy luego.

Polo acaricia al crío. La mujer no dice nada pero asiente, un poco cansada, un poco descreída. No sabe nada, ha dicho Polo. Pero algo debe intuir. Algo intuirá - supongo - cuando Polo le está diciendo que confíe en mí. Que recuerde mi cara. Que me reciba.

La mujer se levanta de su asiento y el crío se le pega a la mano. La veo salir, la veo desplazarse y comprendo que ella es algo más de lo que muestra y lo es porque así lo ha decidido Polo, mi amigo, mi compadre. Ella es más que esa mujerona desleída, algo deforme, algo gorda - pero es una gordura en ciernes, que se vislumbra más adelante -, algo mortificada por un peso que parece desplomado sobre sus débiles espaldas. Sale, la mujer. Sale con el crío.

Y Polo y yo nos quedamos, para los toques finales.

- Que confíe en mí - le pregunto.

- Claro. De eso se trata todo esto.

Todo esto, dijo Polo, señalando el bar. El bar como símbolo y no como lugar geográfico. Creo que Polo sabe mejor que yo por donde vienen las cosas. Y por donde se van. Creo - quiero creer - que, de alguna manera, somos más amigos que antes. Dije que tengo tiempo, es cierto, pero, en este preciso momento, antes de que Polo diga lo último que va a decir, siento el cosquilleo del apuro, de la impaciencia, el deseo de estar afuera, huyendo, lejos.

Quisiera haber jalado el gatillo, ya, ahora, hace unos instantes. Pienso en eso mientra tomo el café.

- Yo ya tiré la toalla - me está diciendo -. Lo hice por ella y por el nene. Nosotros - me señala, cómplice - no tenemos muchas opciones. Yo sabía que te iban a mandar a vos. Esperá unos días, unas semanas, y andá a verla. Acá está la dirección. Ayudala.

Me extiende un papel que no necesito. Ya sé la dirección. No conviene que ese papel ande entre mis cosas. Entre cosas que nunca serán verdaderamente mías. Yo sé dónde y cuándo veré a su Celina.

- Estás de acuerdo - me dice.

- Sí.

Polo me palmea el brazo.

Ya está todo dicho.

Meto la mano en el maletín y empuño la pistola.

- Esperá - me ataja, sin miedo, sin apuro.

Saca, de uno de los bolsillos, una foto y me la extiende. No puedo evitar sonreír: tantos años en esa foto. Polo y yo, en el Club Querandí, de pantalones cortos, con otros amigos. Un partido de fútbol y un asado. Y un camino que nos lleva hasta aquí.

- Qué antigüedad - le digo.

- Qué julepe se van a pegar las viejas - me dice.

Está un poco entristecido. Es eso. Un poco triste. Pero no creo que le preocupe demasiado, que se diga a sí mismo que podrían haber habido otras maneras. No. No hay, no habrá, no hubo otras maneras. Él eligió.

Y eligió bien.

Eligió a Celina, al crío que engendraron, eligió el futuro de ella, eligió el dinero que los que me mandan no recuperarán nunca, eligió ser algo que subsista por fuera de su cuerpo, de su aliento, de sus ideas.

Eligió pervivir, persistir, en los ojos de esa mujer.

Yo también miro a las viejas, que charlan en voz baja.

Es cierto, me digo, qué julepe.

Saco la pistola, me levanto y mato a Polo, mi amigo, mi compadre.

Y luego salgo del bar, del suburbio, de los gritos de las mujeres y del revuelo atónito de los parroquianos. Salgo rumbo al auto que me espera, corriendo.

Salgo, y mientras corro pienso que ojalá algún amigo se enternezca junto a mí, antes de matarme.



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