Todavía lo recuerdo: recuerdo el sol asomándose por encima del muro, el frío, bajo los pies, con un esbozo de tibieza, y el reflejo dorado sobre los membrillos viejos. Todo eso recuerdo, y, afinando la memoria, el ligero parpadeo de unas blancas nubes perdiéndose en el horizonte, en el fragmento de horizonte que entreveíamos por la puertecita que daba al fondo. Esas nubes se fueron, definitivamente, y, a la hora, el cielo era diáfano como la leche que tomamos, serios y callados, a la sombra de la higuera.
- Espero que haya tomado el tren – me dijo Alberto, mirándome a los ojos.
- Ya lo habrá tomado. Ya estará llegando a Chivilcoy.
- Sí. Ya debe estar llegando.
Así me habían dicho: cuando llegue a Chivilcoy, bien temprano, la vamos a estar esperando. Así que era cierto, si ella había tomado el tren, si había llegado a Chivilcoy...
- Y después, veremos – dijo Alberto.
- Ya. Todo va a estar bien.
Así me habían dicho: todo va a estar bien.
Un mes atrás yo había mostrado, en el bar, la carta de Buenos Aires, el trabajo ofrecido, la posibilidad de echar a andar, aunque fuera un poco, de salir de la miseria. Yo decía miseria, o no, ni siquiera lo decía, usábamos otras palabras, y no significaban lo mismo. Se lo creyeron.
- Mujeres, muchas mujeres – decía el gallego Souto, el que tenía la madre enferma.
- Sí, pero no te llevan el apunte – reflexionaba Alberto.
Yo solía decir que nada era para siempre. Me gustaba decir eso: nada es para siempre. Y, en eso, estábamos de acuerdo, sólo era cuestión de ahorrar un poco, esperar, no gastar en idioteces – ni en mujeres, bromeaba Souto -, dejar pasar el tiempo que, de todas maneras, se nos pasaba igual, como si no existiéramos. Nada es para siempre.
Ellos no sabían lo de mi hermano, en Buenos Aires. Nadie sabía, porque mi madre tampoco sabía. Cuando vinieron a verme, los de la ciudad, fueron claros y yo trataba de acordarme de él, del poco tiempo en que vivimos juntos, de alguna cabalgata, en las afueras, de la persecución tenaz de una liebre.
Pocos recuerdos. Ellos, los de la ciudad, no sabían que yo tenía tan pocos recuerdos. Para ellos una sola palabra bastaba, era lo importante: tu hermano. También me mostraron la carta, para que les creyera. Y yo, que tan poco recordaba, tuve que creerles. Por mi madre.
Me dijeron que les avisara cuando la hermana de Alberto decidiera irse del pueblo.
De todo esto me acuerdo, como si fuera un sueño, pero no lo es.
El cuidador me saluda, es temprano. Suelo venir temprano, antes de ir al trabajo. La carta de Souto llegó hace unos días y me pregunta por las mujeres, si son fáciles, si son ardientes. Le miento, le dijo que son calientes como el mediodía y que nunca se cansan. Le digo otras cosas, en las cartas, y él, inocente, sigue hablándome de ella, de la hermana de Alberto. De que, aún, la están esperando, Alberto y él. No sé por qué leo esas cartas.
Me dijeron que fue un error: un lamentable error.
Y me dieron este trabajo, bien pagado. Para que me pudra despacito.
Salgo del cementerio, con la cabeza baja, tiro en el canasto las flores que nunca dejo en la tumba de mi hermano y pienso que ella, quizás, no tomó el tren a Chivilcoy.
Pienso que ellos la siguen buscando, a tantos años.
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