Biblioteca anarquista gratuita

En la página Utopía Libertaria podés descargar gratuitamente una prolífica e interesante biblioteca de textos anarquistas. Entre ellos:
Berkman - El ABC del comunismo libertario
D'Auria - Contra los jueces
García Moriyón - Senderos de Libertad
Thoreau - Desobediencia civil y otros textos
Archinov - Historia del Movimiento Makhnovista
Baigorria - El anarquismo trashumante
Kropotkin - La moral anarquista
Varios - El anarquismo frente al derecho

Leé, estudiá, informate.

Asociación contra la violencia familiar

Notas acerca de música contemporánea




Iremos publicando pequeñas notas referidas al asunto de la música contemporánea, mal llamada académica o culta, especialmente por el lado de la producción nacional y sus autores.
Y también acerca de políticas culturales supuestas, de las genuinas y de las otras.

1.- Acerca de Juan Carlos Paz
2.- El gran Alban Berg

Una frase de Brecht para no olvidar

Una frase de Brecht para poner en la mesita de luz

El peor analfabeto, es el analfabeto político él no escucha, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
El no sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pescado, de la harina, del arriendo del zapato y del remedio dependen de las decisiones políticas.
El analfabeto político es un burro que se enorgullece e infla el pecho diciendo que odia la política.
No sabe el IMBÉCIL que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político sinvergüenza, deshonesto, corrupto y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.

Un poema para mi padre

Requiem

Quería saber tantas cosas
y no fue a tu lado,
ni contigo ni cerca de ti,
pero, quizás sí, ahora lo pienso,
quizás todo lo que deseaba saber,
lo que no hubiera debido saber,
lo supe por ser cerca de ti,
al paso, furtivo junto a ti
detrás de los claroscuros
que mitigaban tu ansiedad
en las noches compartidas.

Qué quisimos compartir
- qué quise compartir -
que nos fue vedado, padre.

Pasó el tiempo y con él
también pasamos nosotros
y hoy tu voz, tus gestos,
la mueca de tus labios
y la mirada que cuesta descifrar,
están lejos
y a la vez tan cerca.

Quisiera que mi corazón
dejara de latir por un momento
para hermanarse contigo.
No lo logro.
Por qué, a tantos años de distancia,
aún te busco
y no supe buscarte.
Por qué quisiera saber,
de una manera distinta,
lo que ya sé, lo que supe
cuando no debía saberlo.
En qué parte de nuestro mundo
estuvo lo amable,
lo pudoroso, lo incierto.

Camino por las calles, respiro,
vivo, soy, me esmero. Eso creo.
Me debo a otros pero nunca enteramente
porque detrás de mí
camina tu sombra.

Por años creo que ya no está.
Pero nunca es para siempre.

Ayer, en un momento de la noche,
mientras afuera llovía,
viniste a visitarme.
No sé si es grato, no sé
- en el momento en que ocurre -
si tu visita me alivia o me sume
en nostalgia preñada de humedad,
de sabor a cosas perdidas.

Pero si no vinieras,
si los años pasaran y se transformasen
en siempre, o en nunca,
sé que algo grande se moriría en mí.

Y aún falta tiempo para eso.

Algunos poemas bastante cínicos

La sabiduría

Usted sabe
(todos sabemos)
que saber no significa
la gran cosa.

Tanto es así que
usted sabe
(todos sabemos)
y eso no enriquece
su vida.

Porque saber,
mi amigo,
(y eso, todos lo sabemos)
no alcanza para decirle
a esa mujer
que la ama.

No, no alcanza.

Para que alcance
debe saberla a ella.
Su sabiduría
sólo será completa
cuando la sepa a ella.
Saberla hasta lo último,
hasta que ya nada
quede
de ella.

Cuando lo logre
usted sabrá
(todos sabremos)
lo que ellas saben.

Desde siempre.



QUISE SABER POR QUÉ
AQUEL LIBRO ERA TAN MALO



A pesar de las recomendaciones
de la prensa oral y escrita
y de las apologías de un crítico
de éstos que pululan en los diarios.
Y a pesar de una cuidadosa y obsesiva
propaganda en cada vidriera
y en cada escaparate y en cada murmullo
salido de la boca de turgentes estudiantes
de letras y demás obscenidades
el libro era rematadamente malo.
El autor era diestro en el manejo
del estilo directo. Directo al hígado.
Y, sin embargo, encabezaba las
listas de ventas.
Todo el mundo
compraba el condenado libro.
Sumando a los amarretes que sólo
leen de prestado y a los ejemplares
distribuidos en ¡bibliotecas populares!
podía decirse que nadie estaba a salvo.
Yo también lo leí, lo confieso.
Entonces pensé lo que siempre pienso:
que la mayoría de la gente no sirve para nada.
Pensar así me consoló pero seguía
sin saber por qué aquel libro era tan malo.
Volví a leerlo, una y otra vez.
Y una tarde caí en la cuenta:
aquel libro era tan malo porque gustaba
a la puñetera mayoría.
Como diría mi amiga mexicana:
chingue la mayoría.

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Directorio Maestro

DirectorioMaestro

Largo adiós en el pasaje Del Carmen

El contador Sarlenga apagó el pucho, cuidadosamente, se estiró en la silla, cruzó una pierna sobre la otra, entrecerró los ojos y respiró hasta colmar los pulmones. Cada vez que el contador Sarlenga armaba este pequeño escenario con el cuerpo, todo el mundo – es decir, todos los habitués del bar La Perla de Vigo – sabía que la conclusión estaba al caer.
El contador Sarlenga era un apasionado de las conclusiones. Al cabo de cualquier conversación, sobre el tema que fuera, banal o profundo, imponía una pausa, un breve suspenso, se concentraba en un punto imaginario – al entrecerrar los ojos, los enfocaba más allá de los vidrios, marco de la Avenida Córdoba – y largaba la conclusión, pausadamente, como quien juega una carta ganadora en un partido de truco, no, con el arrebato pueril de un adolescente, sino con el gesto maduro de quien ha trajinado por todas las mesas de juego del Universo.
Según Flaubert, arribar a una conclusión es la más estéril de las manías.
Pero, esto – el epigrama de Flaubert -, el contador Sarlenga, no lo sabía y, en todo caso, no le hubiera importado. A decir verdad, nada le importaba, ni siquiera la propia conclusión que se disponía a cincelar – palabra comodín en su vocabulario – ante su auditorio ocasional.
El contador Sarlenga no sólo era un apasionado de las conclusiones. También era un virtuoso, un artesano febril y perfeccionista que había convertido su pequeña manía en un esclarecido dogma, con leyes, estética, semiótica y todos los chiches. Una verdadera hermenéutica.
Ningún otro mortal, en Buenos Aires – y, probablemente, en el mundo – estaba capacitado para arribar a conclusiones del tipo que el contador Sarlenga servía a sus oyentes.
Mucho tiempo atrás se había emancipado del corsé con que la lógica embretaba a las personas empeñadas en cerrar, con alguna frase, algún resumen, las ideas u opiniones circunstanciales que inocentes conversadores tiraban al aire, en cualquier reunión, con la inconciencia de quien arroja margaritas a los chanchos.
Las conclusiones del contador Sarlenga iban más allá de la lógica, más allá, siquiera, del tema que las motivaba, más allá, justamente, de todo lo esquemático y maniqueo que se hubiera mencionado, intuido, soslayado, aludido o ignorado sobre el asunto en cuestión.
Las conclusiones del contador Sarlenga eran obras de arte, profundas, preñadas de significaciones vastas y concomitantes que se estiraban como el follaje de un árbol cargado de frutos, maduros y sabrosos, que aparecían, una y otra vez, al alcance de la mano que se aventurara más y más arriba, que tuviera el arrojo y la disposición a pegar el angurriento mordisco a cada una de sus variantes, a cada uno de sus contenidos simbólicos.
Las conclusiones del contador Sarlenga – para resumir – no querían decir nada.


Federico, sentado del otro lado de la mesa, esperando una cazuela de pollo que se demoraba más de lo habitual, miró al contador Sarlenga y se dispuso, como siempre, a sortear la pequeña mise en escene, aguardar pacientemente que se diluyera la expectativa y el silencio inevitable que se produciría apenas el contador Sarlenga largara su parrafada, para, así, poder seguir con la charla intrascendente, propicia para matar el tiempo, y que le importaba tanto como la conclusión que ya nacía en los labios de aquel hombre – alto, viejo, con tal aspecto degradado y enfermizo que parecía a horas de morirse – que miraba hacia un punto imaginario, en la Avenida Córdoba, a través de los cristales, con los ojos entrecerrados.
En la mesa de al lado, Don Luis y el portero del edificio vecino al bar esperaban, además de sus respectivos guisotes, que el contador Sarlenga terminara de reconcentrarse, suspirase, como siempre, como mujer que está por dar a luz y pariera, de una buena vez, su frasecita del día.
El portero miraba al contador Sarlenga con toda la sorna, con toda la maloliente pachorra de su impasible cara santiagueña, curtida e insobornable, antigua como un monumento. Con el mameluco azul – que no se sacaba ni para ir al baño -, el bolsillo abultado por una franela fiel como un perro y la eterna lapicera atrapada en la oreja derecha, exhalaba un desgano que se podría haber fotografiado, de tan espeso que era. Él también miraba al hombre con los ojos entornados, expectantes y sinuosos.
Detrás de la barra, enmarcado por el rectángulo que comunicaba con la cocina, Don Arturo, el propietario vitalicio del lugar, repasaba vasos y platos con una rejilla más vieja que su dueño. Más atrás, el ayudante paraguayo dialogaba con Doña Esther, la mujer del patrón, sobre los imparables aumentos en el precio de la carne. A un costado, como adormecida sobre la máquina de café, Laura, la única hija del matrimonio, se perdía en alguna ensoñación de adolescente, en algún goloso y desmesurado retrato masculino, de aquellos que, cada tanto, le calentaban las tripas.
La radio, sobre un pequeño estante de madera, bajo el retrato de la reina Sofía, monologaba un extenso menú de zarzuelas tintineantes e idénticas.
- Ejem – carraspeó el contador Sarlenga.


El día era uno de aquellos que invitan a no salir de la casa. Espeso y húmedo, atorado por esas lloviznitas pueriles y molestas que, sin decidirse a ser una lluvia como Dios manda, duraban, en el aire, durante días y días, con la sola finalidad de emputecer la vida de la gente. Ni siquiera hacía frío. Por el contrario, lo destemplado del tiempo – estaban en junio y parecía que para siempre – cargaba con la particular ambivalencia de no ser ni fresco ni caluroso y, sin embargo, fastidiar de las dos maneras.
El contador Sarlenga tenía la conclusión en la punta de la lengua pero se detuvo cuando el diariero entró atropelladamente en el local – como todos los días -, vociferó los titulares de los diarios – como todos los días -, esperó un rato, parado en medio de la puerta – como todos los días – y se fue, sin haber vendido un solo ejemplar – como todos los días -.
- Dos cafés – se oyó decir, en la otra punta de la barra.
Con movimientos de autómata, sin dejar de regodearse en su fantasía de bruja caliente saliendo del cascarón, Laura cargó café en el pequeño recipiente de metal, hizo temblar la máquina con dos chorros de vapor y acomodó un par de pocillos en la base, mientras Lucas, el mozo, disponía un par de platitos y cucharas y rebuscaba, en el cajoncito de madera, las galletitas húmedas y feas que nadie comía y que, intactas, eran devueltas, más tarde, al mismo cajón.
Federico miró, divertido, la abulia conque la chica depositaba los pocillos sobre el mostrador. Siempre quiso ser amable con Laura – sin causa discernible – y siempre había encontrado, del otro lado, dos ojos absortos, una cara inexpresiva y un aire tal de indolencia y dejadez que, al cabo de un tiempo, abandonó por completo la idea de comunicarse con semejante laguna de aburrimiento y se limitó a un saludo genérico – jamás retribuido –, vulgar y escaso.
Don Luis se acomodó en el asiento. El portero contuvo la respiración. Lucas, el mozo, se deslizó sin ruido hasta la mesita alejada, junto al ventanal, donde los dos hombres de traje discutían, sin una sola palabra, rodeados por una montaña de papeles. Federico esperó.
- Mi amigo – empezó a decir el contador Sarlenga -, la mujer, la mujer – repitió, esta vez con más énfasis – no vale nuestros desvelos ni nuestra furia ni nuestra locura. Vale más pero también menos que eso. Vale algo que nunca podremos hallar porque siempre estaremos un poco más allá o un poco más acá de lo que necesita. Porque, lo que necesita – y aquí, el contador Sarlenga desarrugaba los párpados, volvía la mirada lentamente hacia su interlocutor, humedecía los labios finos y morados con la lengua -, también está un poco más allá o un poco más acá de lo que podemos dar.
Federico hubiera jurado que el silencio tenía forma y peso.


- Muy sabio – murmuró Don Luis.
- ¿Qué dijo? – preguntó Don Arturo.
El contador Sarlenga retomó la vitalidad abandonada en su travesía por los abismos de la percepción, se recompuso la cara, tamborileó sobre la mesa con sus dedos huesudos y secos y tosió un par de veces. Nada lograba enojarlo tanto como la pretensión de que repitiera lo dicho.
- ¡Que a las minas no las entiende nadie! – soltó el portero, riéndose.
- No haga caso, Don Sarlenga – lo aduló Don Luis -. Éstos, no entienden nada.
- Mi querido amigo – contemporizó el contador Sarlenga -, la comprensión o no de lo que expreso va más allá de mis intereses.
Y se quedó en silencio, molesto consigo mismo porque esta segunda conclusión se le había escapado sin la adecuada contextura – otra palabrita que llevaba pegada a la lengua -.
- Pues, si alguien no entiende, no entiendo de qué sirve decir cosas que nadie entiende – dijo Don Arturo.
- ¿Usted no entendió? – se ofuscó el contador Sarlenga.
- Hombre, es lo que acabo de decir – Don Arturo llevaba, en las entrañas, como un cálculo renal, todo el aire polémico de Galicia -. Para entender hay que usar palabras que se entiendan y que todo el mundo pueda entender. Porque si nadie entiende, y no por falta de entendimiento, ¿qué utilidad se le puede dar a algo que no se entiende?
- Entiendo – dijo el contador Sarlenga, maestro de la ironía.
- Lo que el hombre quiere decir... – empezó Don Luis.
Pero el contador Sarlenga lo interrumpió sin brusquedad.
- No tiene caso, Don Luis – y armó la contextura con un sinuoso y calmo gesto de su mano izquierda -. No se puede picotear de todas partes como gallina en el gallinero.
- Hombre, que usted siempre se enoja – le retrucó Don Arturo.
- Sale – gritó el ayudante paraguayo, depositando tres platos en la barandita de madera.
- ¡Menos mal! – el portero santiagueño se atornilló en la silla - ¡Nos quieren matar de hambre, acá, Don Arturo!
- Hambre, hombre – dijo Don Arturo -, es la que pasamos en la Guerra Civil.
- Bueno, pues – se quejó el portero -. Pero acá no estamos en guerra.
- Eso es lo que les ha faltado a ustedes – dijo Don Arturo, que jamás cedía el punto.
- ¿Y Malvinas? – aportó Don Luis.
- ¡Coño! ¡Que eso no ha sido guerra, hombre! ¡Ha sido cualquier cosa!
- El hijo de un amigo – se lamentó Don Luis – volvió con una pierna menos, pobre.
- Ha de ser – dijo Don Arturo -. Si se va a la guerra no se puede volver lo más campante.
- Este hombre carece de conciencia moral – murmuró el contador Sarlenga.
- ¡Que si los franquistas no hubiesen tenido a los alemanes de su lado! ¡Joder! ¡Ya veríamos quién era Calleja!
- ¿Qué edad tenía usted, en la guerra? – preguntó Federico, para azuzar al gallego.
- Siete años.
- Sigue, teniendo siete años – deslizó el contador Sarlenga, con toda la bilis.
- Ustedes – se ensañó Don Arturo – son puro pico y nada más. Se creen que al mundo se lo arregla desde allí – y señaló las mesas -, sin trabajo, sin esfuerzo. Cuando me he venido de España he dormido en una plaza y vean ahora. Si les pagaran por hablar, hombre, que todos comeríais en el Sheraton.
- Si es que comer en el Sheraton tuviera alguna importancia – dijo el contador Sarlenga.
- Doctor – le dijo Don Arturo -, es una figura. A usted le gusta hablar con figuras que nadie entiende y luego no entiende cuando alguien usa una figura que se entiende perfectamente.
- Entiendo la figura, buen hombre – lo aleccionó el contador Sarlenga -, pero eso no quiere decir que haya sido una expresión adecuada. La expresión va unida al fondo, como una metáfora...
- Ya empieza otra vez con sus palabrejas que no las entiende ni Cristo – se quejó Don Arturo.
El contador Sarlenga hizo un gesto de abatimiento.
- No se enoje, doctor – lo consoló el portero, con la boca llena de guiso -. Pero el hombre, acá, también ha pasado de las suyas.
- Irse de su país – evocó Don Luis.
- Nos corría el hambre – la siguió Don Arturo -. Ustedes se llenan con mucha facilidad pero allá, cuando yo era niño, comíamos piedras.
El portero levantó un pedazo de carne con el tenedor.
- Era por eso – dijo, con malicia.
- Sí, sí – lo atajó Don Arturo, que no tenía un pelo de estúpido -. Vale, vale. Que la carne es tierna. ¿No dicen que tienen la mejor carne del mundo? Pues, a tragársela, y qué embromar. Y si no – agitó la rejilla, que nunca se le separaba de las manos -, a volar, que el mundo es grande y siempre hay un roto para un descosido.
- ¿Nos está echando? – se rió Don Luis.
- Vale, vale. Nadie echa a nadie. Pero, si a alguno no le agrada la comida de mi establecimiento, pues, bueno, hombre, que está en todo su derecho...
- Más habla y más la embarra – dijo Lucas, el mozo -. Y después, nadie me larga un peso de propina.
- Propinas, propinas – Don Arturo, una vez encendido, era peor que la falange franquista -. A trabajar, hincar el lomo y ponerle duro, hombre. Muy flojitos, ustedes.


- ¿Otra vez discutiendo? - se metió Doña Esther.
A pesar de sus sesenta años, debió ser una mujer hermosa. Y aún lo era, de alguna forma. Pero, años de convivencia con un marido en forma de trinchera, voltean a la mejor.
- Nadie discute – cerró Don Arturo.
- No se puede discutir con su esposo – dijo el contador Sarlenga, que se ablandaba como un flan cuando esta mujer intervenía en las conversaciones.
- Siempre fue así – le contestó Doña Esther -. Pero es un buen hombre.
Por un segundo, Laura salió de su abstracción e hizo un gesto de fastidio.
Federico se preguntaba qué extraño arbitrio del destino hizo que esta pareja tardara tanto en tener a esta única hija. Y luego se preguntaba – viendo a la chica con ojo crítico - para qué.
Doña Esther salió al salón, banqueta en mano, rumbo al estante del aparato de radio.
El contador Sarlenga paseaba, despreocupado, su mirada insomne por el lugar. Pero, en realidad, enmascarada por su actitud de boa, la vista escrutaba con secreta felicidad a Doña Esther. Esta mujer, seguramente para hacer honor a las hambrunas que parecían habérsele pegado a Don Arturo en el inconsciente, era delgada y firme, con un traste aún duro - ¡a esa edad! – y propicio para el rebenque.
El portero – que también había seguido las evoluciones de Doña Esther, desde el mostrador hasta la repisita, luego en lo alto de la banqueta, luego girando el dial de la radio hasta estacionarlo en otra audición de zarzuelas iguales a las anteriores – se animó y dijo:
- Don Arturo, usted tiene que modernizarse, hombre. ¡Basta con esa radio! Tiene que traer una tele para que podamos ver los partidos.
Una indignación brotó de los labios del gallego.
-¡Joder, hombre! ¡Los partidos! ¡Dos horas, con gentuza que nunca viene, que se pega a una mesa, consume un café mugriento y te ensucia todo el baño! ¿Quién paga el cable? ¿Y el aparato? ¡Deja todo así, que estamos bien!
- Pero, jefe. Fíjese usted en el boliche de enfrente – y este comentario logró que Don Arturo afilase los ojos como un terrorista vasco a punto de dejar una bomba -. Cada dos por tres se le llena y no da abasto para atender a la gente.
- ¡Pues, vé tú, allá, y fíjate lo que te digo! ¡Tres cosos en una mesa, un café y tres vasos de agua!
- Hay gente que consume, también – dijo Lucas.
- ¡Qué consumir ni carajos! ¡No estoy para andar haciendo arquitecturas, coño!
- Ya compramos el televisor – dijo Doña Esther, con calma -. Lo colocan mañana.
- No hay nada que hacer – sonrió el contador Sarlenga -. Las mujeres son un ancla que nos permite seguir soñando.
- ¡Grande, Doña Esther! – se alegró Lucas, mientras retiraba los dos pocillos de café y las galletitas intactas de la mesa de los dos hombres de traje - ¡Otros dos cafés!
- ¿Dos más? – se quejó Laura.
- ¡Cállese, usted, mocosa! – la regañó Don Arturo - ¡Y a trabajar que, si no, no come!
Una pareja madura entró, en ese momento, como corrida por el tiempo. Sin mayores preámbulos se allegaron a una mesita alejada.
- ¡Y usted! – ordenó el gallego a Lucas - ¡Vaya y atienda!
- Un flan con crema – pidió Federico, mirando su reloj -. Mucha crema.
- Doble ración – dijo el gallego, que medía las porciones con un calibre.
- ¡Jefe! – se rió el portero - ¡A un cliente!
- Doble ración – aceptó Federico, sin enojarse.


- Y usted, Don Sarlenga – intervino Don Luis, que era dado a la farra - ¿Qué opina del fútbol?
- Prefiero el box – dijo el contador Sarlenga, arrellanándose como para dar una clase.
- Deporte de brutos – opinó Doña Esther -. No veo qué gracia tiene ver a dos hombres desfigurándose a las trompadas.
El contador Sarlenga, en honor a la figura de la mujer, consideró, por un momento, ese prejuicio repetido, “especialmente por las madres”, respecto del noble arte del boxeo. Una estrategia, una mezcla de fortaleza e inteligencia, un viril duelo de voluntades. Eso era el box. Desde luego que la gente común lo entendía de otro modo y prefería ver a esos cascoteadores de la razón que cerraban los ojos y la emprendían, a suerte y verdad, contra el rival de turno. ¡Sangre, era lo que les gustaba! El prefería a los estilistas: Locche, Campanino, Pascualito Pérez, Ray Sugar Leonard. ¡Ésos eran boxeadores! El contador Sarlenga podía, largamente, hablar de contextura – no en el sentido físico del término -, de sentido de las proporciones, de intuición ligada al cálculo, es decir, de todas aquellas cosas que transmitía, a duras penas - ¡estamos arando en un desierto! – a sus alumnos del Normal. Hasta que, cansado de la indiferencia brutal y de las miradas de vaca de aquellos chicos que nunca entendió ni entendería, se le desmadejaba la flema y, con voz chillona, les gritaba: “¡Hay que exprimirse el marote!”
El contador Sarlenga, amante del boxeo, estaba a punto de hablar.


- Dos cognacs y un vaso de leche – pidió Lucas.
Ante un pedido tan asombroso, todos volvieron la vista hacia la mesa ocupada por la pareja madura.
El hombre – no más de cincuenta años – era petiso pero fornido, con esa pancita habitual en la gente que practicó algún deporte en su juventud; el cabello, de un color levemente azulado, revelaba a una persona complaciente consigo misma; un bigote, finito, delineado sobre el labio, y unas patillas módicas, recortadas con esmero, le otorgaban la fisonomía de un cantor de tangos retirado. Las manos eran gruesas, peludas y penetrantes. Un adoblonado anillo de sello se empecinaba en uno de los dedos. El traje, gris, lustroso y ternado, típico de los bancarios y de los empleados públicos, le ajustaba un poco, a la altura de los hombros. Un minúsculo broche, en forma de herradura, desamparado en el centro de una corbata ancha y oscura, bajaba y subía al compás de una respiración poderosa. La mirada – fija en su compañera – era neutra.
La mujer – un poco mayor que él – resultaba insusceptible de descripción, tan esquemática y carente de relieve como una extensa llanura. Salvo la nariz, cómicamente alargada, y las manos, demasiado pequeñas, incluso para una mujer, nada se destacaba en ella. Hablaba con firmeza, pero casi en un murmullo. Parecía nerviosa o confundida. La mano izquierda, junto a un cenicero, se abría y se cerraba al amparo de la elocuencia de su discurso.
- Una pareja en el final de su amor – dijo Don Luis, que tenía la vena sensible.
- Gente conversando, nada más – opinó el portero.
- La mujer – chusmeó Lucas, bandeja en mano – no es de acá. Por el acento debe ser rusa.
- ¿Cuándo escuchaste hablar en ruso, vos? – lo toreó Federico.
- El esposo de una prima mía es ruso – dijo Lucas.
- ¿No será judío? – se rió Don Luis.
- ¿Israel queda en Ucrania? – se ofendió Lucas.
- Israel queda en todos lados – filosofó el contador Sarlenga, pero nadie le hizo caso.
Faltó contextura para introducir el epigrama, pensó, desconsolado. Pero se reanimó al instante porque Doña Esther, como un fantasma, se había parado junto a él.
- Yo conozco a esa señora – dijo -. Lucas tiene razón. Es rusa. Pero vive acá desde hace mucho tiempo.
- ¿Cómo lo sabe? – preguntó el contador Sarlenga, aprovechando para tocarle un brazo.
- Es vecina de mi cuñada, en Villa Pueyrredón. Una mujer muy buena, muy de su casa.
- Y el tipo, ¿es el marido?
- No. Es viuda. Hace años. No sé quién será el hombre. No me meto en la vida de los demás.
Nadie le creyó, por supuesto.


- Mamá, ¿me puedo ir?
Laura, parada junto a la radio, hablaba, para sorpresa de todos.
- ¿Está limpia la cafetera? – la atoró Don Arturo.
- ¡Ufa!
- Déjala que vaya, Arturo, que tiene que estudiar.
- Tiene que limpiar la cafetera, mujer. Tú siempre malcriando a la niña.
- No seas gallego bruto – lo retó la mujer, para satisfacción del contador Sarlenga, que no le soltaba el brazo.
- ¡Chist! – dijo Don Luis -. A ver qué dicen.
Sin embargo, como respuesta al silencio creciente, la mujer bajó aún más el tono de la voz, obligando al hombre fornido a acercarse, un poco, por encima de la mesa. Cuando la mujer terminó lo que estaba diciendo, el hombre se acomodó en la silla, con cierto abatimiento, alisó el bigote, y dijo, claramente:
- No me importa.
Luego, se quedó en silencio.
- Es lo que yo digo, se están peleando – dijo Don Luis, certero como una comadre.
- ¿Por qué invadir las intimidades de otras personas? – se preguntó el contador Sarlenga.
- Tiene razón – dijo Doña Esther, soltándose y volviendo a su puesto detrás del mostrador.
Federico no pudo evitar sonreír ante la cara desilusionada del contador Sarlenga. Le gustaba este hombre, a pesar de su amaneramiento.
El portero encaró a Don Luis:
- ¿De dónde saca que se están peleando?
- El tipo le dijo que no le importaba.
- ¿Y de ahí? ¿Nunca le dice a su mujer que algo no le importa?
Don Luis sacó un habanito del bolsillo de la campera, lo encendió con mucha displicencia, y contestó:
- A mi mujer, sí. Pero ese hombre le habla a una mujer rusa, viuda, que vive en Villa Pueyrredón, acá, en un bar del Centro, y con mucho sigilo. ¿No les parece?
El contador Sarlenga envolvió al viejo con una sonrisa admirativa.
- Usted nunca deja de sorprenderme – lo gratificó.
- No seré filósofo pero he vivido – concluyó Don Luis.


La admiración del contador Sarlenga disminuyó un punto ante esta respuesta. Susceptible y desconfiado, consciente del oculto sentido de sus conclusiones, creyó entrever, en las palabras de Don Luis, una cierta despectiva opinión sobre su persona. Consultó su reloj. Ya casi era la hora en que Don Arturo se enclaustraba, con un caldo gallego capaz de lubricar los engranajes del Titanic, en la piecita de arriba. Una hora exacta. Una hora de Doña Esther libre. Era su momento cotidiano y frustrante. Durante esa hora, por alguna u otra causa, se les ocurría, a los más insólitos personajes, entrar en el boliche para cualquier cosa y mantener atareada a la mujer del patrón. Debería haber pensado, el contador Sarlenga, que nada más lejano que una fatalidad o una coincidencia involucraban esas circunstancias. Todas esas personas, vendedores ambulantes, proveedores tardíos, mangueros y demás, también tenían calculada la hora en que el gallego se hacía humo con el almuerzo. Y lo aprovechaban.
La pareja madura permanecía en silencio. El hombre miraba, a través del ventanal, la semitransparente llovizna. La mujer, luego de tomar el vaso de leche, se restregaba las manos, con la mirada baja, como pensando para sí misma.
- Pobre gente – murmuró Federico.
- ¿Quién está libre de la desilusión? – comentó el contador Sarlenga, exhalando melancolía -. Mi amigo, mis amigos – amplió, contextuando el inminente discurso con un preciso y estudiado abatirse de los párpados -, somos lo que podemos ser y, en el mejor de los casos, una fracción de lo que quisiéramos ser. La dualidad entre...
- ¿Por qué dice eso? – lo encaró Don Luis, habanito en la mano -. ¿Qué es lo que usted hubiera querido ser y no pudo? Porque yo, francamente, quise ser relojero y fui relojero. Quise casarme y me casé. Quise tener hijos y los tuve. Quise jubilarme y vivir tranquilo y aquí me ve, lo más pancho, dialogando con los amigos, mirando pasar la vida con ojo experimentado.
El portero santiagueño sonreía con malicia. Federico se estaba cansando pero peor sería salir. Doña Esther, abstraída vaya a saber en qué, rellenaba los frascos de azúcar. El ayudante paraguayo comía un bife, apretado en una mesa del fondo. Lucas, el mozo, leía el diario.
Pero el contador Sarlenga, con la mano derecha, pidió la palabra:
- ¿Qué soy y qué hubiera querido ser, mi buen amigo? No es una pregunta tan inocente, como puede creerse. Soy un hombre que ha querido amar y le fue dado, pero por corto tiempo. He querido ser útil y, por lo menos en mis clases, lo logro apenas. He querido pensar – la voz se elevó sutilmente, con una vibración de fagot -, pensar, ¡qué utopía, señores! Y siento que la vida se me va sin haber tocado, con mis dedos, más que los bordes de la belleza. Soy, mis camaradas, un sobreviviente que se consuela con las migajas de sus ilusiones. Soy...
- Doctor, hágala corta – dijo el portero -. En nuestro país somos todos sobrevivientes.
- Mi buen amigo, no me refiero al prosaico sustento. Los bienes espirituales tienen más valor que el grosero salario.
- Pero sin salario no se come – objetó el portero -. Y sin comida no hay estudio, no hay belleza...
- Claro, claro – concedió el contador Sarlenga, apenado.
- Pará, santiagueño – se metió Federico -. Vos sabés lo que el hombre quiere decir.


La mujer volvió a desenrollar su letanía, en forma queda, mirando al hombre fornido que continuaba con la vista perdida, ausente, como si la lluvia tuviera un don hipnótico.
- No tengo vida – oyeron decir, no porque la mujer hubiese elevado el tono de la voz sino por un extraño fenómeno acústico, un coincidente silencio, denso como la goma que, por unos instantes, cruzó el lugar y se desvaneció, fugaz como había entrado.
- Esa mujer es mi alma gemela – dijo el contador Sarlenga, con voz fúnebre.
- Doctor – dijo Doña Esther, con una ternura que asombró a todos -. No es necesario tirarse tan abajo para que lo apreciemos.
El semblante del contador Sarlenga se contrajo ante la voz que le hablaba. Siempre le pasaba lo mismo con las mujeres, el tono melancólico las espantaba como a las palomas de la plaza. Pero, era más fuerte que él. Contemplaba la vida como algo que pasa por afuera, una autopista posible de ser admirada, de ser descripta con los colores más vivos, fotografiada, inclusive, pero infranqueable, ajena. Miró a la mujer – que monologaba suavemente, sin alterar con las palabras a su interlocutor – y se dijo que una sola vez, allá a lo lejos, muy atrás y muy sepultada por sus recuerdos, otra mujer le había hablado de esa manera. Y él, como este hombre, se ocultó tras una máscara de indiferencia, de desapego, que, aún hoy, le dolía.
Pero, no pudo continuar alimentando la polilla del remordimiento.
- Usted, ¿nunca se dio cuenta de que la gallega le ha echado el ojo? – susurró Don Luis, con un brillo relampagueante en los ojos y en los labios.
- ¡Qué dice, mi amigo! – protestó el contador Sarlenga.
- Bueno. Bien dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
- ¿Por qué cree que tuvieron a la nena casi a los cincuenta de Don Arturo, mi viejo? – insistió el portero que, si veía la veta, se tiraba de cabeza.
- Ojalá yo hubiera podido tener un hijo – dijo el contador Sarlenga, digno -. A cualquier edad.
- No, hombre. Lo de tener un hijo está bien. Me refiero a que el gallego no funciona como se debe.
- Café, para todos – pidió Federico, entretenido, ahora.
- Va – dijo Lucas, pero no a los amigos.
El hombre fornido, con un gesto expresivo, pedía otro par de cognacs. La mujer se había llamado a silencio. Llegaba el turno del hombre, al parecer.
- La gallega tiene toda la furia en el gañote y no puede desahogarse, doctor – lo azuzó Don Luis -. Yo que usted, me tiraba a fondo.
- Póngale la firma – apoyó el portero.
- Qué bajo que está cayendo, Don Luis – dijo Federico.
- No, muchacho. Lo digo por el bien del doctor.
- Salen los cafés – anunció Doña Esther.
- Ahora, con disimulo, mire cómo se esmera para limpiar su taza, doctor – señaló el portero.
El contador Sarlenga quería volverse para corroborar las palabras del portero pero la vergüenza, esa íntima sensación de que era sencillo tomarle el pelo, le impedía casi moverse. Lucas llegó con los pocillos.
- Este es para usted, doctor – dijo, desensillando una tacita que brillaba y guiñándole un ojo al portero.
- ¿Ha visto? – susurró el portero -. Los hechos cantan, doctor.


Lucas servía los cognacs en la mesa de la pareja madura.
- Será como usted dice, buen hombre – el contador Sarlenga vacilaba -, pero, a mi edad, no estoy para hacer papelones. Mi reputación vale más que una incierta aventura. Además, aprecio mucho a la señora.
- La señora necesita más que aprecio, doctor – dijo Don Luis, sacando otro habanito.
- Usted, ¿qué opina? – el contador Sarlenga, al recabar la opinión de Federico, estaba tirando la toalla.
- Que si no hace la prueba siempre se va a preguntar si no era cierto – dijo Federico, sinceramente.
Don Luis se rió, con esa risa de papel picado que se le escapaba, de tarde en tarde, cuando decidían tomarle el pelo al contador Sarlenga. El habanito le ennegrecía los dedos de la mano derecha y el hombre, cada tanto, arrugaba servilletas de papel, fregadas contra las manchas remisas a despegarse de la piel. Tenía dedos gordos y retacones, impensables en un relojero. Alguna vez, Federico le había llevado un viejo reloj Ausonia que colgaba en un pasillo de su casa, módica herencia de su padre, quien, a su vez, lo había recibido del abuelo. El taller de Don Luis era tan pulcro y minucioso como toda su persona. Maderitas forradas con terciopelo verde se agrupaban contra un extenso mueble colonial, con diversos relojes expuestos a la venta. Si bien había cerrado la relojería desde la jubilación, aún ponía a disposición de amigos y vecinos el remanente de mercadería que le quedaba.
- Qué más quisiera – dijo el hombre fornido, en ese momento, rascándose la cabeza con perplejidad.
La mujer lo miraba fijamente y, en esa mirada, los amigos descifraron demasiadas cosas, un sinnúmero de significados y fantasías, un aquelarre de sentimientos encontrados que confluían en el triángulo de los ojos de la mujer con la convergencia del agua cuando se escabulle por el sumidero.
- Ese hombre está decidido a terminar con ella – opinó Don Luis.
El contador Sarlenga, aún vacilante, se permitió una digresión:
- ¿Qué es el amor, después de todo? Una convención. Cuando se llega a una edad como la nuestra, el amor es como los restos de una sopa fría. Algo muy personal. No queda otra cosa que el amor propio, ese sentimiento tan particular con el que nos perdonamos nuestros errores.
Detuvo la parrafada porque el portero santiagueño, al mejor estilo del truco, le había hecho una seña.
- Ah, estoy cansada – dijo Doña Esther, apareciendo junto a la mesa -. Esta humedad no es buena para los huesos. ¿Me permite, doctor?
- ¡Qué honor, para esta humilde mesa! – se alegró el contador Sarlenga, demasiado efusivo como para disimular lo que sentía -. Siéntese, Doña Esther. El trabajo no es todo en la vida.
- Eso ya lo sé, doctor – murmuró Doña Esther, acomodando la tacita con el té de boldo en la mesa.
- La belleza y la inteligencia – anunció Don Luis, con una sonrisa.
- La señora, mi amigo – intervino el contador Sarlenga –, reúne los dos atributos en su máximo esplendor.
Doña Esther no contestó, ocupada en observar a la pareja madura.
Federico dedujo que eso era lo que la atraía. No, el contador Sarlenga. Se arrepintió de su anterior opinión.
- Esa mujer no debería rebajarse de esa manera. Cuando las cosas no van más, hay que resignarse – opinó Doña Esther.
- Usted, ¿no pelearía por un amor? – preguntó Don Luis.
- El hombre debe pelear, no la mujer – sentenció la señora.
Don Luis y el portero santiagueño dirigieron una significativa mirada al contador Sarlenga, que había empalidecido al escuchar la frase de Doña Esther. Consciente de la expectativa generada sobre su persona, se acomodó en la silla y desentumeció uno de sus brazos, preparado para contextuar su esperada respuesta. Ya abría la boca, ya entornaba los párpados, ya alzaba la mano, cuando el hombre maduro, casi gritó:
- No es por eso, no es por eso.
La mujer, ante el exabrupto de su compañero, se volvió, incómoda, paseando la vista por el lugar y por los parroquianos. Se tapó la boca con una mano nerviosa. Tenía los ojos húmedos. El hombre, como fatigado, llamó a Lucas:
- La cuenta, por favor.
- La deja por otra – dijo Doña Esther -. Qué basura de hombre. No se abandona a alguien porque sí.
El contador Sarlenga, aprisionado por la figura corporal que había armado, sintió que esta frase era un portazo para sus aspiraciones. ¿Que Doña Esther andaba necesitada, como decía Don Luis? Puede ser, en el fondo hormonal de sus glándulas. Pero el correlato moral, el freno ético implícito en su estructura de mujer sensata y firme, no podría, ¡bajo ningún concepto!, permitir que el instinto ensuciara la dignidad, el respeto debido a Don Arturo, a la imperturbable continuidad de las cosas tal como fueron elegidas, para bien o para mal, aunque lo dejara fuera, aunque lo hubiese devuelto a su lugar de opinador desconsolado.
El contador Sarlenga estaba convencido de que iba a meter la pata.


Lucas volvía con el dinero y las copitas vacías.
- ¿Aún está llorando? – preguntó Doña Esther.
- No. Parece más tranquila. Pero todavía no se van.
- ¿Pidieron otra cosa?
- La mujer pidió otro vaso de leche. Pagaron todo. El hombre quiere irse. Deje, Doña Esther, yo sirvo el vaso de leche.
El contador Sarlenga agradeció, in mente, la amabilidad de Lucas. Un pequeño y movedizo nudo en el estómago, un animalito que arañaba, en su interior, lo había desasosegado. Trataba de complementar su capacidad de abstracción, su vergüenza, incluso, con el calorcito imparable que la proximidad de Doña Esther le fregaba en el cuerpo. Aprovechó el gesto inconcluso y medio desarmado, para largar el epígrafe:
- Huir, la mejor manera de acercarse al amor.


Doña Esther lo miró con curiosidad. Este hombre y su amor, pensaba. ¡Qué sabrá, él, lo que es el amor! Para Doña Esther, el amor era un tiempo detenido, como una fotografía, un paraje de otoño en el cual, los días de rutina idéntica, soterrada por el paso de los años, obraban con su ánimo – y con su cuerpo – como el moho sobre el antiguo vestido de novia, encerrado, como su juventud, en un viejo arcón comido por las polillas. El amor era ese hombre duro como el pedernal, viejo, carente de pudor, con quien iba a la cama, todas las noches, y a quien ya no tenía nada que pedirle.
El amor era eso, no tener que pedir nada.
- Está despejando – señaló Don Luis, como quien sueña.
- No por mucho tiempo – se amargó el portero.
- ¿Quieren que les diga algo? – dijo Doña Esther -. Esa mujer no sabe el bien que está recibiendo. Va a quedar libre, nuevamente. Es mejor que estar atada a un hombre que no la quiere.
Para un hombre acostumbrado a enamorarse de las palabras, como el contador Sarlenga, los vaivenes dialécticos y emocionales de Doña Esther eran un continuo sobresalto. Interpretó la frase como un santo y seña dirigido a él. ¡Qué volubles que son las mujeres! Nunca, jamás, las había entendido.
Aunque, a decir verdad, el contador Srlenga no entendía a nadie, casi sin excepción. No entendía a sus alumnos del Normal, no entendía a sus jefes en el Ministerio, no entendía a sus vecinos en las reuniones de consorcio, no entendía a Doña Esther, no entendía a su única hermana, divorciada tres veces, no entendía – en el fondo último, inaccesible, de su conciencia – sus propias conclusiones.
El contador Sarlenga, a pesar de eso, tomó coraje:
- A veces tenemos el amor a nuestro lado y no nos damos cuenta.
Tanto Don Luis como el portero y, también Federico, se estremecieron de placer ante las palabras del contador Sarlenga. Una curiosa expectativa, resbaladiza e inquieta, revoloteaba entre la mujer de Don Arturo y el contador Sarlenga quien parecía extenuado ante el atrevimiento de sus dichos.
- Puede ser – murmuró Doña Esther, seria.
El contador Sarlenga tragó saliva. ¿Qué hacer? O, mejor dicho, ¿cómo continuar?
- El doctor es una persona sensible, capaz de hacer feliz a cualquier mujer – dijo Don Luis.
- Salga de ahí, usted – se enojó Doña Esther -. O cree que yo me chupo el dedo.
El contador Sarlenga, alborotado en su interior, casi gimió:
- A todos nos falta el valor, a veces. Y necesitamos del otro.
- Pues, si a un hombre le falta el valor – dijo Doña Esther, con la mirada clavada en su té de boldo – pocas mujeres querrán tenerlo a su lado. Eso creo yo, aunque puedo estar equivocada.
- Mi estimada señora – el contador Sarlenga se olvidaba de contextuar -, el amor es una cosa de a dos.
- Ya me parecía que estaba todo demasiado tranquilo – rezongó Doña Esther.
Un par de hombres, jóvenes, con trajes oscuros, carpetas debajo del brazo y un aire inequívoco a coimeros ingresaban en el bar, cachazudamente, y se dirigían al mostrador.
Doña Esther se levantó apresuradamente para atenderlos.


- Tendrá que afilar un poco más las uñas, maestro – dijo el portero al atribulado contador Sarlenga.
- Cada cual con su estilo – lo defendió Don Luis.
- Se van – dijo Lucas, el mozo, desde la barra.
La pareja madura estaba de pie, junto a las sillas, acomodando los abrigos. El hombre fornido, desapegado, acomodaba el impermeable en el brazo – afuera, casi había despejado o, por lo menos, la llovizna pegajosa se desintegraba en un espacio puro y sordo – sin ayudar a la mujer a cargar con las pequeñas cosas que llevaba.
- Me da curiosidad saber cómo termina esto – dijo Don Luis.
- La curiosidad, mi amigo – opinó el contador Sarlenga, molesto con la anterior intervención de Don Luis –, no es propia de los hombres.
- A decir verdad – retrucó Federico -, a mí también me gustaría saber qué pasa entre esas personas.
El contador Sarlenga se reconcentró sobre sí mismo.
- Salgamos a estirar las piernas – propuso, levantándose.
- Allí ya no los sigo – se burló el portero.
La pareja madura, ya en el vano de la puerta, salía con cautela rumbo al pasaje Del Carmen.
Don Luis y Federico también se levantaron.
- Ya venimos – anunció el contador Sarlenga pero Doña Esther, ocupada con los coimeros, no contestó.


Cuando salieron a la calle, notaron que casi no llovía, pero que el aire, de todas maneras, estaba impregnado de una viscosa y fría humedad. Una humedad estacionada sobre todas las cosas y dispuesta a quedarse. La calle, las casas, los autos, las personas, parecían un retrato antiguo, en sepia.
- Caminan lentamente, aún sin decidirse a la separación – señaló Don Luis.
La pareja llegaba hasta la esquina, hasta el pasaje. Caminaban, uno junto al otro, pero separados, como si una tercera persona invisible los acompañara. La similitud de estaturas entre el hombre y la mujer adquiría un sentido casi ominoso. Al llegar a la esquina, el brazo del hombre, instintivamente, se acercó a la mujer, pero se detuvo, arrepentido, y volvió a su lugar, exangüe junto al cuerpo.
- Ese hombre no es un caballero – meditó el contador Sarlenga.
- ¿Por qué? – preguntó Federico.
- La mujer debe ir del lado de la vereda. El hombre del lado de la calle, protegiéndola.
- Muy bien dicho, doctor – se admiró Don Luis -. En los detalles se destaca el caballero.
- Así es – se resignó el contador Sarlenga -. En los detalles.
La frase sonó tan cargada de melancolía que Federico sintió pena por este hombre que caminaba a pasos largos y pausados, como si fuera a desarmarse, con la cabeza un poco echada hacia adelante y la espalda encorvada. A favor de la ausencia de contrastes, el rostro del contador se mimetizaba con el paisaje.
- Está triste, doctor – señaló Federico.
- No es tristeza – contestó el contador Sarlenga, con cierta sequedad -. A veces pienso que no es admisible la crueldad entre las personas. No la entiendo. Uno – se detuvo, no le gustaba personalizar demasiado sus opiniones -, yo, usted, cualquiera, antepone una pared de vidrio, filoso, contra la que el otro, generalmente, se estrella sin previo aviso. Se lastima, casi, pero no demasiado. Es una herida pequeña, un golpe insignificante que, sumado a todos los golpes insignificantes que nos damos todos los días, termina amoratando el alma.
- Hombre – dijo Don Luis -. Entre amigos, eso no sucede.
Pero Federico entendía perfectamente lo que el contador Sarlenga intentaba decir. A pesar de ser el más inexpresivo del grupo de amigos que se reunía diariamente en el bar como si fuese una fatalidad, siempre sentía esa particular molestia que las personas sensibles experimentan ante una farsa natural, una verdad grande como un cartel que, en el fondo, encubriera una sutil discordancia, casi inapreciable en la lógica prosaica de sus términos. Una verdad a medida, indiferente, como un refrán popular. Inconsistente y aguada, muda ante cualquier interrogación profunda. Una macchietta.
- Justamente lo contrario – opinó el contador Sarlenga -. Es entre amigos donde sucede.
- Lo que opino de Doña Esther – se defendió Don Luis – es estrictamente cierto.
No entiende, pensó Federico.
- Le creo – cortó el contador Sarlenga.


Llegaban a la esquina. Al visualizar el pasaje Del Carmen, vieron a la pareja, detenida a unos metros. No hablaban. El hombre, como antes, junto al vidrio del bar, perdía la mirada en algún punto de la calle y la mujer, encogida, permanecía a su lado.
- ¿Vivirá en el hotel? – se preguntó Don Luis.
También ellos se detuvieron.
El contador Sarlenga estaba abstraído en sus propios pensamientos. Don Luis tiró el habanito y se empeñó en deshacerlo con el pie. Federico miraba a la pareja con indiferencia.
- Me pregunto qué clase de drama estamos presenciando – dijo el contador Sarlenga, y Federico no supo distinguir si hablaba de la pareja o de sí mismo -. La fascinación por el rol de espectador tiene, como entidad, el hecho de que nos permite sentirnos seguros. Las cosas les pasan a los demás. Y allí estamos, como testigos vergonzantes. Es como ir a los velorios. Vamos, con la sola finalidad de corroborar que el que se ha muerto es el otro. Para sentirnos vivos. Menudo consuelo.
- Doctor, ir a un velorio es una obligación. A todos nos llega la hora - objetó Don Luis.
- La hora no llega nunca, buen hombre. Nosotros llegamos a ella.
- No es cosa, tampoco, de darle tantas vueltas. Si todo es relativo, ¿en qué cree uno?
Federico vio la sonrisa ligera que esta frase provocó en el contador Sarlenga.
- Usted me da la razón, sin saberlo. Usted necesita creer. La necesidad surge de una carencia. Necesitamos porque carecemos. Allá están, esos dos, con su carencia bien a la vista. Carencia de humildad, de buena fe, de honestidad. Esa mujer me apena – y los recuerdos subían hasta su cerebro como intrusos que se cuelan en casa ajena – pero menos que el hombre. La pena de la mujer es pura, es dorada como un durazno, es una perla. Permite vivir. La pena permite vivir, créanme. Pero el hombre... – se detuvo, miró hacia lo alto como esperando inspiración o como evadiéndose de sí mismo -, el hombre ni siquiera tiene eso. Está muerto y no lo sabe.
El hombre fornido retrocedió dos pasos y subió hasta el pequeño umbral del hotel. La mujer permaneció en su lugar y la distancia impuesta por su compañero era como un abismo que no permitiría pasar ni a las palabras.
Una racha de aire fresco cruzó, caprichosa y volátil, por el pasaje.
- Un poco de viento, para que despeje – anunció Don Luis, fastidiado con el contador Sarlenga.
- Usted dice que la pena permite vivir – dijo Federico – y eso es muy poético. Pero, ¿qué pena? ¿Pena en el sentido de dolor? ¿De que a alguien le pase algo malo? O, una pena genérica, digamos.
El contador Sarlenga se sobresaltó. Había roto el cascarón de su intimidad y ahora no podía echarse atrás. Pensó en Doña Esther y se dijo que la burla incruenta de los años bien podía corporizarse en cualquier persona que el destino nos cruzara por delante durante algún tiempo, para matar el aburrimiento. El destino se aburría, porque era un destino con poco trabajo. Un destino para personas pequeñas, carentes de alas, martilladas al piso por los clavos toscos de la impotencia. El destino se aburría y, para entretenerse, jugaba con las personas como si fueran fantoches. Hoy, Doña Esther, un fantoche; mañana, los alumnos del Normal, otros fantoches. Allá lejos, una madre enferma, devoradora, estragada en su propia inconmiseración, demandante, indigesta. Una cárcel con rejas de vidrio. Cárcel de fantoches.
- Quizás no sea la palabra pena la más apropiada – el contador Sarlenga se atezaba el cabello – pero no se me ocurre otra. Si al vivir estamos desenredando un ovillo, una madeja larga pero no interminable, nuestro hacer tiene algo de patético.
- O sea que no hay libre albedrío – se interpuso Federico.
- Libre albedrío – repitió el contador Sarlenga -. La verdad, no lo sé.
- Doctor – se rió Don Luis -, al fin admite que no sabe algo.


La mujer, luego de meditarlo bastante, volvió a cerrar la distancia que la separaba del hombre fornido. Una de sus manos pequeñas, cubierta a medias por la manga del abrigo, como la cabecita de una laucha asomándose por el hueco de su cueva, saltó con cuidado hasta el pecho del hombre. Con la mano allí, volvió a hablar. Se notaba la ligera articulación de los labios, como si masticara. El hombre permanecía impasible pero aún más alejado de la mujer, a pesar de ser el soporte de la mano y el destinatario de las palabras. No parecía tener intenciones de quedarse demasiado tiempo escuchando. La mujer, conciente de eso, apresuraba su discurso. La mano, triste y terca, desamparada en ese pecho hosco, se le había vuelto ajena. Lo que decía rebotaba sobre sí mismo, sin resonancia.
- Ya está – dijo Don Luis, sacando otro habanito del bolsillo de la campera.
- Sí – dijo el contador Sarlenga, con la mirada fija en la pareja -. Los últimos estertores.
- En fin – y Don Luis quería volver a su tema preferido -. Pensándolo bien, doctor, la gallega puede ser un problema. En definitiva, tantos años al lado de ese hombre, de ese Don Arturo, le habrán hecho mella.
El contador Sarlenga se fastidió, menos con Don Luis que consigo mismo. Aunque creía en la arquitectura de los contextos como si fuera una liturgia, un armar el escenario y dirigir los piolines desde los bastidores, comprobaba, una y otra vez, que todo se daba vuelta y terminaba en el medio de la escena, solo, y sin saber cual de los discursos previamente redactados le tocaba decir.
Miraba a la pareja, cada vez con más angustia, sugestionándose involuntariamente con el pequeño drama, en el improvisado marco del pasaje Del Carmen, como si pudiera retroceder en el tiempo y le fuese concedida la gracia, el inverosímil milagro, de corporizarse en el hombre fornido para reparar cierta afrenta, dura y pesada como un tumor, que le horadaba el espíritu y convertía en esponja cada milímetro de sus venas. La sugestión obraba con tal eficacia que llegó a sentir la sangre fluyendo impávida por su cuerpo. Ah, si pudiese, él, en este momento, tomar entre las suyas aquella pequeña mano, apretarla contra su propio pecho, y borrar, como quien arroja aguarrás sobre una pintura, la desdicha cortante y helada que envolvía a la pareja con su maligna irrevocabilidad.
- Y esa hija que tienen – Don Luis aún permanecía, mentalmente, en el bar -. Será que a uno lo han educado de otra manera pero yo no he visto jamás una inutilidad tan grande como la de la chica ésa. Ni saluda. Parece que estuviera siempre con la cabeza en la luna.
- Está, con la cabeza en la luna – dijo el contador Sarlenga, tirado bruscamente, como un pescado, hacia este lado del mundo -, como todos los chicos de su edad. Mis alumnos del Normal, sin excepciones, viven un mundo diferente al nuestro. No hay un lazo que nos permita comunicarnos. No hay nada. Son como un agujero negro, un vacío pneumático, artificial, donde, curioso contrasentido, no entra una idea ni de perfil.
- No están vacíos – dijo Federico, abogado de pobres y ausentes – sólo que no les interesa el mundo de ustedes. Vaya usted, doctor, a hablarles a los chicos de la pena. Mire si le van a llevar el apunte.
- Yo no les hablo de ninguna pena – se defendió el contador Sarlenga.
- No importa, es el tono – argumentó Federico.
- El tono, el tono – filosofó el contador Sarlenga -. Ya descubrirán el tono de la vida.
- A su debido tiempo, como todos. Y, seguramente, será distinto del suyo, doctor.
- Igualmente – agregó Don Luis -. No sé si descubrirán ese bendito tono o no. Lo que es, esta chica, no vale ni el plato de comida que le arrojan cada día.
Tanto al contador Sarlenga como a Federico les revolvió el estómago semejante autoritarismo.
- Finis opus coronat – dijo el contador Sarlenga.


Se volvieron hacia la pareja. El hombre, con una mano apoyada sobre el hombro de la mujer – quien conservaba la suya en el pecho que se le resistía – se inclinaba, suavemente, para darle un postrer beso en la mejilla. Luego, soltando a la mujer, entró en el hotel. La mujer se quedó inmóvil, mirando la puerta.
Una súbita racha de lluvia repiqueteó en la calle.
- Pobre – murmuró Don Luis.
- Es hora de irnos – dijo Federico.
Pero el contador Sarlenga, estirándose para aspirar a pleno el fresquete que impregnaba la atmósfera, suspiró:
- ¿Cuál será el epílogo verdadero? ¿El que vimos o el que no veremos?
La mujer se alejaba rumbo a la calle Viamonte. Caminaba con precaución, por el centro de la vereda, ajena a la lluvia y a lo que existiera a su alrededor. Finalmente, dobló por Viamonte y se perdió en la ciudad.
- Una historia. Nada más que eso – dijo el contador Sarlenga.
- Nada más – repitió Don Luis.
La lluvia, animal caprichoso, incrementaba su fuerza.

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