Biblioteca anarquista gratuita

En la página Utopía Libertaria podés descargar gratuitamente una prolífica e interesante biblioteca de textos anarquistas. Entre ellos:
Berkman - El ABC del comunismo libertario
D'Auria - Contra los jueces
García Moriyón - Senderos de Libertad
Thoreau - Desobediencia civil y otros textos
Archinov - Historia del Movimiento Makhnovista
Baigorria - El anarquismo trashumante
Kropotkin - La moral anarquista
Varios - El anarquismo frente al derecho

Leé, estudiá, informate.

Asociación contra la violencia familiar

Notas acerca de música contemporánea




Iremos publicando pequeñas notas referidas al asunto de la música contemporánea, mal llamada académica o culta, especialmente por el lado de la producción nacional y sus autores.
Y también acerca de políticas culturales supuestas, de las genuinas y de las otras.

1.- Acerca de Juan Carlos Paz
2.- El gran Alban Berg

Una frase de Brecht para no olvidar

Una frase de Brecht para poner en la mesita de luz

El peor analfabeto, es el analfabeto político él no escucha, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
El no sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pescado, de la harina, del arriendo del zapato y del remedio dependen de las decisiones políticas.
El analfabeto político es un burro que se enorgullece e infla el pecho diciendo que odia la política.
No sabe el IMBÉCIL que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político sinvergüenza, deshonesto, corrupto y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.

Un poema para mi padre

Requiem

Quería saber tantas cosas
y no fue a tu lado,
ni contigo ni cerca de ti,
pero, quizás sí, ahora lo pienso,
quizás todo lo que deseaba saber,
lo que no hubiera debido saber,
lo supe por ser cerca de ti,
al paso, furtivo junto a ti
detrás de los claroscuros
que mitigaban tu ansiedad
en las noches compartidas.

Qué quisimos compartir
- qué quise compartir -
que nos fue vedado, padre.

Pasó el tiempo y con él
también pasamos nosotros
y hoy tu voz, tus gestos,
la mueca de tus labios
y la mirada que cuesta descifrar,
están lejos
y a la vez tan cerca.

Quisiera que mi corazón
dejara de latir por un momento
para hermanarse contigo.
No lo logro.
Por qué, a tantos años de distancia,
aún te busco
y no supe buscarte.
Por qué quisiera saber,
de una manera distinta,
lo que ya sé, lo que supe
cuando no debía saberlo.
En qué parte de nuestro mundo
estuvo lo amable,
lo pudoroso, lo incierto.

Camino por las calles, respiro,
vivo, soy, me esmero. Eso creo.
Me debo a otros pero nunca enteramente
porque detrás de mí
camina tu sombra.

Por años creo que ya no está.
Pero nunca es para siempre.

Ayer, en un momento de la noche,
mientras afuera llovía,
viniste a visitarme.
No sé si es grato, no sé
- en el momento en que ocurre -
si tu visita me alivia o me sume
en nostalgia preñada de humedad,
de sabor a cosas perdidas.

Pero si no vinieras,
si los años pasaran y se transformasen
en siempre, o en nunca,
sé que algo grande se moriría en mí.

Y aún falta tiempo para eso.

Algunos poemas bastante cínicos

La sabiduría

Usted sabe
(todos sabemos)
que saber no significa
la gran cosa.

Tanto es así que
usted sabe
(todos sabemos)
y eso no enriquece
su vida.

Porque saber,
mi amigo,
(y eso, todos lo sabemos)
no alcanza para decirle
a esa mujer
que la ama.

No, no alcanza.

Para que alcance
debe saberla a ella.
Su sabiduría
sólo será completa
cuando la sepa a ella.
Saberla hasta lo último,
hasta que ya nada
quede
de ella.

Cuando lo logre
usted sabrá
(todos sabremos)
lo que ellas saben.

Desde siempre.



QUISE SABER POR QUÉ
AQUEL LIBRO ERA TAN MALO



A pesar de las recomendaciones
de la prensa oral y escrita
y de las apologías de un crítico
de éstos que pululan en los diarios.
Y a pesar de una cuidadosa y obsesiva
propaganda en cada vidriera
y en cada escaparate y en cada murmullo
salido de la boca de turgentes estudiantes
de letras y demás obscenidades
el libro era rematadamente malo.
El autor era diestro en el manejo
del estilo directo. Directo al hígado.
Y, sin embargo, encabezaba las
listas de ventas.
Todo el mundo
compraba el condenado libro.
Sumando a los amarretes que sólo
leen de prestado y a los ejemplares
distribuidos en ¡bibliotecas populares!
podía decirse que nadie estaba a salvo.
Yo también lo leí, lo confieso.
Entonces pensé lo que siempre pienso:
que la mayoría de la gente no sirve para nada.
Pensar así me consoló pero seguía
sin saber por qué aquel libro era tan malo.
Volví a leerlo, una y otra vez.
Y una tarde caí en la cuenta:
aquel libro era tan malo porque gustaba
a la puñetera mayoría.
Como diría mi amiga mexicana:
chingue la mayoría.

Adoos

Sitio certificado por
Adoos
indirizzo torino
place free ad

Directorio Maestro

DirectorioMaestro

5
domingo,
de

Entre dientes




Recibió el pelotazo en el pecho y fue como si el sol le explotase en la cara.
Más tarde, en la cama del sanatorio, recordaba, con una extrañeza que rebasaba en mucho toda la situación, la cara de un morochito, tan feo que daba lástima, que le gritaba algo, aferrado al alambrado como si fuera la novia. Lo que recordaba, estrictamente, era que el negrito abría demasiado la boca, para gritar, como si le faltara el aire, y no tenía un solo diente. Ni uno solo.
Nunca supo qué mierda gritaba.
Dos dirigentes, cuando ya caía la tarde, después de hablar con un par de médicos, se acercaron a la cama, tranquilos. El petiso, le dijo:
- Che. Parece que te dio algo en el bobo. Pero nada grave, eh.
El otro, flaco y alto, le hizo acordar a un número dos de Lanús, que corría muy poco pero siempre estaba donde había que estar. Palacio, cree que se llamaba.
- Vos no dijiste nada – rezongó, bajito -. Tendrías que haber dicho, pibe.
¿Qué iba a decir?
El padre, una tarde, murmuró me siento mal, se levantó con el mate en la mano y se fue para adelante. La cabeza sonó contra la cocina como una campana. Toda el agua hirviendo de la pava le cayó sobre la espalda. No hubo nada que hacer. Se cortó el hilo, dijo el médico. Y, quizás por la cara que ponía la madre, acompañó las palabras con un gesto de las manos. Se cortó, me entienden.
Entendieron. Total, qué otra cosa podían hacer.
- Al viejo se le cortó el hilo – le dijo, dos años más tarde, a Patricia, en la cama del hotel -. ¿Entendés?
Y, para ser más gráfico, hizo aquel gesto con las manos.
- ¿Es hereditario? – bostezó la piba, aburrida de hablar de los parientes.
Él no sabía. ¿Qué se hereda de los padres? ¿Y qué no?
El padre, con la pelota, tenía menos habilidad que un caballo para jugar al ludo. Usaba lentes desde los veinticinco años. Era pelado. Fofo. Tenía los ojos más marrones que alguien se pudiera imaginar. Ojos con color a mierda, decía la vecina rencorosa.
Eso era. Eso.
Recordar lo satisfizo tanto que volvió al resto de zapallo en el plato y hasta comió con una angurria renovada la compota de ciruela. Hum, era de ciruela. Ciruela de hospital. En fin.
Sí, la vecina odiaba al padre. Él no se acordaba demasiado porque andaba de entrenamiento en entrenamiento, siempre bien pegado a la raya, como decía el viejo Calixto, el manager de inferiores:
- Vos, pibe, pegadito a la raya. La raya es tu novia, ¿oís, pendejo? ¡Tu novia!
Si se atoraba y encaraba para el medio, el viejo Calixto gritaba, como si fuera una marica:
- ¡La raya, boludo! ¡Quedate en la raya y tirá el centro! ¿Qué te querés hacer? ¿Garrincha?
Siempre hablaba del tal Garrincha, el viejo ése. Trataba de enseñar los visteos del brasileño pero le salía mal. Para que se hagan a la idea, decía, reventando la pelota al carajo. Y mandaba al primer infeliz a buscarla. Cuando terminaba el picado lo agarraba del cuello, o de la cabeza, y lo arreaba al vestuario, despacito, caliente.
Él creía eso. Tenía que escuchar:
- Pibe, ¿por qué no hacés lo que te digo? ¿Tenés mondongo en el marote?
- Trato, don Calixto.
- Tratás, tratás. Hacelo, en vez de tratar. Sos medio pimpollo, vos.
Lo miraba, cuando estaban en las duchas. Medio pimpollo.
- Si querés adelantar – le dijo, una tarde.
Llovía tan fuerte que el paraguas apenas alcanzaba para no mojarse el pelo.
Si querés adelantar, pensaba, mientras se iba con el viejo para el lado de Flores. A la calle Ramón Falcón. Una casa venida a menos, con un patio, al fondo. Un perrazo del tamaño de un buey, atado, gruñón. Poca luz. Olor a antiséptico.
- Sentate y esperá. ¿Querés mate? Hacételo. Andá, allá está la cocina.
El viejo Calixto se perdió en algún recoveco de la casa. Él estaba muerto de hambre y el viejo: que se hiciera mate. Le rebuscó en la heladera un poco de queso y jamón. Dónde mierda estaría el pan. Atrás de unos canastos había una bolsa colgada, semi escondida. Una bolsa de tela cuadriculada, como los delantales de los más chiquitos. Bordada con esmero, con un hilo verde, la palabra pan. Metió la mano y sacó dos flautitas. Buscó un cuchillo. Un vaso. Lo único que había para tomar era granadina y soda. La cocinita daba a una especie de balcón y desde ahí se veía la avenida, el parque y la lluvia.
- ¿Qué hacés? – escuchó, a sus espaldas.
Lo escuchó, con medio sándwich en la boca.







- Comiste lindo, querido. Así me gusta.
La gorda retiró los platos y controló que el suero bajara bien. Siempre andaba con Dios en la boca. Dios te quiere y te va a ayudar, querido. Diosito siempre está con los pobres. ¿Vos creés en Dios, querido? Tenés que creer y vas a salir bien. ¿Querés la chata? Todavía no te podés ir al baño solo, eh. Te la alcanzo, querés.
Querido.
- Nada. Me hice un...
- ¿Y quién te dio permiso?
- No, es que... Don Calixto...
La chica entró en la cocina con una taza en la mano y un plato vacío. Don Calixto, murmuró, como si mencionase al peor de los demonios. Lavó la taza y el plato con cierto estrépito, de espaldas. Después, abrió la heladera y sacó la granadina. Se estiró hasta llegar al mueble alto, sacó dos vasos. Antes de servir, encendió un cigarrillo. Le pegó una pitada larga, furiosa, reconcentrada. Creyó oír algo así como viejo de mierda. Después, sirvió la granadina y echó dos fuertes chorros de soda.
- Tomá – le dijo.
- Gracias.
- ¿De dónde sos, vos?
- De acá. De la Capital.
- No. De qué club.
- Ah. De Riestra.
La chica lo miró, apenas, con cierta lástima. Salió tan rápido como había entrado. Le pareció oír Riestra y la puta que los parió a todos. La granadina era un asco. Pensó un poco, como si de pronto le doliera la soledad, y echó más soda en el vaso.
Estaba en eso cuando el viejo Calixto gruñó:
- Apurate que nos vamos.
El entrenador, que vivía agarrándose la cabeza, lo miró una vez y no dijo nada. Siguió caminando la raya, fumando y tragando bilis. Al rato – mientras desde la tribuna lo carajeaban con una constancia admirable -, se echó hacia atrás, bufando, y lo volvió a mirar. Llamó al asistente y anduvieron secreteando. El asistente –un mocoso de lentes que siempre venía con un tupper lleno de torrejas de acelga – también lo miró. Pero lo que pasaba en el campo de juego no los decidía. El equipo andaba muy torcido.
Andaba, es una manera de decir.
Los otros se venían con todo. Un barullo cerca del área, un centro, y el nueve de ellos que la empalma como viene. El chutazo rebotó en la espalda del número dos, Matute, y dejó al pobre arquerito volando al pedo.
Uno abajo.
En la tribuna se hizo un silencio gomoso, como si estuvieran eligiendo la puteada exacta. Después, empezaron a gritar de todo y a tirar de todo. Hasta un zapato, negro, viejo, con un preciso y modelado agujero en la suela.
El entrenador, rojo como un tomate, tiró el cigarrillo, encendió otro, y lo miró.
- Pibe, vení.
Saltó del banco, algo temeroso porque desde atrás las puteadas de los hinchas bajaban como un rolido, y se acercó. El entrenador le llevaba dos cabezas – todo el mundo le llevaba dos cabezas – y no estaba de humor.
Lo agarró del hombro:
- Entrás, la agarrás, hacés la diagonal y tratás de pegarle al arco – luego, para sí mismo -. ¡Alguno que le pegue al arco, viejo! ¡Siete metros por dos! ¿Tan difícil es?
Cuando sacó al wing Fiorlano, que era uno de los más viejos del club, y del equipo, la gente, atónita, empezó a gritar que lo iban a hacer puré ni bien saliera de la cancha.
- ¡Pero por qué no se van todos a la mierda, negros putos! – les gritó, exacerbado.
Él sudaba, al lado del hombre, bajo el estruendo de insultos, chiquito como una hormiga. Fiorlano venía trotando, con su tradicional cara de pescado. Ni lo miró.
- Te van a quemar vivo, forro – le dijo al entrenador.
- Mirá que tener que aguantarse a este tronco – murmuró el tipo, indignado -. ¿Y vos, boludo? ¿Qué esperás? ¿Qué te venga a buscar el Presidente?
Cuando entró, un poco perdido porque los compañeros se estaban dando como en la guerra pero no agarraban una ni con bolsa, vio al viejo Calixto, en la tribuna. El viejo, le hizo una seña, le señaló, con una mano que viboreaba, la raya blanca.
Estaba parado, como un idiota, cuando el Turco, el diez, le gritó:
- ¡Picá, pendejo!
La dominó casi sobre la raya y ya estaba por encarar, como un caballito de noria, cuando se acordó del entrenador. El tres de ellos le tiró un guampazo como para cortarlo en dos, pero lo esquivó. Quizás porque tenía una fiebre rara en la cabeza. Hizo la diagonal – desde la tribuna le gritaban morite, guacho de mierda, Fiorlano, Fiorlano – y se metió en el borde del área. Amagó tirar el centro para los dos baúles que no la metían ni pagando y, cuando vio al arquero moverse, metió un puntinazo que le dejó el pie escaldado. La pelota entró hasta la médula. No lo podía creer.






No sabía para qué lado correr a festejar. Pendejito lindo, gritaba el entrenador. Hacia allí corrió, mientras sentía la respiración de caballo de los baúles que venían atrás, ansiosos por dejar de lado la mufa eterna. Mientras corría, mientras ya lo agarraban de la cabeza, del brazo, de la cintura, mientras caía con los mamotretos encima, vio al viejo Calixto, parado, en la tribuna, gritándole algo al entrenador.
Lo veía gritar, pero no se imaginaba qué mierda estaría gritando.
La vieja de al lado le contó, durante una hora interminable, que la nuera le llenaba la cabeza al hijo y que por eso se había ido tan temprano. Que ella siempre supo que la nuera era una desgraciada, aunque, si el hijo estaba feliz, ella estaba conforme. Pero que la nuera – una desgraciada - no le hacía caso.
- Ni bautizaron a los chicos, me entiende, usted – le dijo.
Que no la quisiera, se podía aguantar, pero que no hubiese bautizado a los chicos. Y, si no los bautizaba, ¿cómo podían tomar la primera comunión? ¿Cómo quería vivir, la nuera? ¿Como los judíos? Y el hijo se dejaba llevar, entiende. Por eso...
Se moría de las ganas de mear y la gorda que no venía.
Má si, bajó de la cama, un poco mareado, un poco débil, y salió al pasillo. Nadie. Andarían por allí, vaya a saber, tomando mate en cualquier cuartucho. O algo peor. Diosito lindo, qué pedazo de tripa tiene este enfermero. Embocó el baño y orinó con fuerza, sintiendo el ácido olor a antibiótico que subía del inodoro.
Y, entonces, vio todo blanco.
El viejo Calixto vivía en un departamento en la calle Yerbal que, a primera vista, no parecía tener ningún punto de relación con él: espacioso, ordenado y limpio.
- Limpiate las botas - le dijo, señalando una carpeta de nylon.
- ¿Qué es la casa de dónde...?
- ¿Qué carajo te importa? - soltó, pero, luego, más tranquilo -. Es la casa de mi hermana. Mi vieja, sabés. Vive con ella. Anda en las últimas, pobre vieja. Pero mi hermana... Y las guachas de las hijas... ¿Viste a alguna? No importa. Son unas putas.
El viejo sacó el whisky del aparador y trajo los dos vasos.
- Te voy a hablar claro. Yo puedo hacer que juegues en la primera. O no. Y, después, por ahí, agarrás en algún club grande. Chicago, o Chacarita. Qué me mirás. Te pensás que podés jugar en River, vos. Gracias que jugás en Riestra. Pero no importa. Juega cada matungo...
Sirvió el whisky.
- Así que, si querés...
Y él quería.
Y desde el fondo de su vida, desde algún lugar extraño que no hubiese podido nombrar ni describir, le pareció que con el viejo o sin él, no hubiese hecho la diferencia. No entendía pero el whisky le despejó las ideas.
Despejó, es una manera de decir.
Hubiese preferido más morosidad, pero el viejo Calixto ya se bajaba los pantalones.
En el bondi, Fiorlano no le dio ni la hora, molesto y sobrador. Decía, al aire, o para que lo escucharan los baúles, que un golcito de ojete lo podía meter cualquiera. Pero que armar juego, y otro montón de pelotudeces...
Un dirigente, canoso, sentado al lado del chofer, le dijo:
- Fiorlano, ya va siendo hora, no.
Y Fiorlano se puso rojo, como un chico.
El entrenador le agarró la cabeza entre las manos y le pegó un beso. De un desborde había venido el segundo, quizás porque el baúl, en el atropello, simplemente puso el lomo. Se la había llevado por delante, con el pecho, y entró mansita, ante la rabia de los defensores contrarios. Después de siete partidos sin hacer un gol pudieron aflojarle la bronca a la tribuna.
Cuando salía, unos monos se preguntaban cómo era el nombre de ese pendejito tan escurridizo.
A la semana siguiente, de visitante, le empezaron a gritar Hormiga.
Y encaró por la diagonal, hizo otro gol y, ya agrandado, se la ponía a los baúles para que sólo tuvieran que empujarla. La suerte, que le dicen...
Pero, en el vestuario, la primera vez, mientras el asistente de las torrejas lo felicitaba, entró el viejo Calixto a los gritos.
- ¿Qué mierda está haciendo, alcornoque? – gritó.
- ¿Qué pasa, viejo? ¿Qué está diciendo?
- ¡El pibe tiene que jugar por la raya, infeliz! ¡Raya, desborde y centro!
El entrenador miró al viejo Calixto como si le estuvieran jugando una broma.
- ¿Qué quiere, viejo? Para tirar centro uno tiene que tener alguien que sepa cabecear. ¡Si yo tuviera alguien así, claro!
- ¿Y a mí qué carajo me importa, pelotudo? – gritó el viejo, desorbitado.
- ¿Y a éste? ¿De dónde lo sacaron?
- ¡De acá me sacaron, hijo de puta!
Él vio la mano del viejo que caía pesadamente sobre la cabeza del entrenador, sin hacer daño. Y vio al entrenador, entre perplejo y sorprendido, dudando si reaccionar o tomárselo a joda. Pero reaccionó. Y le pegó tantos bollos que lo tuvieron que sacar con una bolsa de hielo. Vio los bollos, llegando de a uno, rápidos y precisos, y la cara del viejo Calixto recibiéndolos como si no pudiera hacer otra cosa.




Si querés adelantar, pensó, vengativo.
Al viejo lo echaron a la mierda. Nunca más departamento en la calle Yerbal, nunca más el peso del viejo en la espalda, nunca más abrir la boca para que el viejo podrido suspirase conforme, nunca más volver a casa con el culo ardiendo.
Nunca más escuchar, en boca del viejo, que Patricia era una putita de morondanga que vivía buscando machos para enhebrarse la cajeta.
Nunca, nunca más. Nunca.
De yapa, se enteró, a los pocos meses, que al viejo le había agarrado una embolia como para voltear a un rinoceronte y que ya estaban pidiendo presupuesto para el nicho.
Anduvo bien, ese año, y, como si fuera una premonición, lo vinieron a buscar de Chacarita, a través de un dirigente de Riestra que solía hacerse unos mangos con las transferencias. Así que, una tarde, estrenó el culo en el banco de los suplentes y hubiera permanecido así vaya uno a saber cuánto tiempo si una lesión desgraciada del titular y una peritonitis fulminante en el suplente no le hubieran abierto la senda. Era un partido jodido, en cancha ajena, y ya la cosa no era empatar o hacer un buen papel sino salir vivos de allí.
Durante el primer tiempo ni la vio pero, apenas empezó el segundo, poniendo todo el amor propio en juego, empezó a mandar centros cada vez más precisos hasta que, por fin, uno de los delanteros consiguió embocarla.
Sin embargo, la alegría duró poco.
El wing de los otros se escabulló entre los dos centrales quienes, atorados por sus propias humanidades mostrencas, lo trancaron de tal manera que hubo que internarlo.
Penal y empate.
Era honroso y más de lo que esperaban. Pero, faltando dos minutos, una pelota perdida le llegó mansita y encaró la diagonal como aquella vez y metió un puntinazo calcado que el arquero sólo pudo ver en la repetición de la tele y nunca supo cómo ni por qué la gente decidió que quería a ese gurrumín en la punta derecha y así lo hizo saber.
Pero, lo mejor de todo, no era el fútbol.
Bajo un sopor helado escuchaba las voces:
- ¿No le dijo que no podía bajarse de la cama?
- Sí, dotorcito. Pero, vio cómo son los jóvenes. Una se descuida...
- Bueno. Pero lo controla. A ver si todavía...
- Vaya, dotor, vaya. Criaturita de dios.
La gorda religiosa lo encontró, caído encima del inodoro, con el pantalón del pijama bajo y el culo como un gladiolo al aire, blanco y frío. Todo por una meada. El médico, más tarde, como si le hablara a un retardado, lo retó:
- Pibe, acá no estás en la cancha, eh. ¿Te querés ir para el otro lado? Ya le dijimos a los del Club. Vos, despedite del fútbol. O del fútbol o de la vida. ¿Entendés?
Corazón débil.
Un problema con la aorta.
Cuando se repetía, a sí mismo, la palabra aorta, la asociaba con el viejo Calixto. Mirá, se decía, como me vengo a romper el orto y ahora... Es cierto, para llegar adónde estaba llegando le habían roto bien el culo. El orto y la aorta y la puta madre y...
Una tarde, mientras mateaba, con los pies metidos en agua y espadol, llegó un oficial de justicia y, tanto él, como la madre, se enteraron que el padre había estafado al hermano de la vecina que murmuraba por los pasillos ojos color mierda sin animarse a más.
Era eso.
Entonces, un viejo flojón, pelado, miope, fofo, sin carácter, lo había volteado al hermano de la vecina en más de quince mil pesos. La madre, espantada, auguró una turbamulta de oscuros visitantes, por las noches, agresivos, vengadores, sombras acechando detrás de los árboles, puños o fierros a la espera de romper huesos y más huesos.
Pero nunca sucedió nada. Salvo la mención episódica de un abogado, de algunas audiencias, de una apelación y de un desestimiento, la vida era pacífica, tranquila, sólo moteada por los murmullos rencorosos de esa vecina. El único resabio de todos los temores e insomnios de la madre fue esa débil letanía. Entonces, el padre, ¿era fuerte o inconsciente?
Inconsciente, es una manera de decir.
- ¿Y qué pasó con la plata? – preguntó Patricia, alterada porque no podía fumar.
- La tenemos en el banco. A nombre de un tío, un hermano de mi vieja. Por si las moscas, entendés.
- ¿Y ahora? ¿Eh? ¿Por qué no ponés un negocio? ¿O algo?
- Hum... ¿Y el viejo Calixto?
- Ah. Reventando, por suerte. No sabés cómo lo disfruto. Lo tenemos en casa. No se puede mover, no puede hablar. Viene una mujer y lo cambia. Por mí podría nadar en mier...
Los dirigentes iban y venían y también salió la palabra abogado, seguro, pensión, indemnización, arreglo, pibe, mirá que hay mucha política en esto y, al final, un mes después, ya en casa, sintiéndose un inválido, asombrado de tener tantos pesos en la caja de ahorro, rumiaba si sí o si no, si ahora o más tarde, si con ella o sin ella.
Si ella querría. ¿Querría?
Cuántas tardes anduvo merodeando la casa hasta que una de ellas, afortunadamente templada, la vio salir, con unas carpetas debajo del brazo, y cruzó la calle, encarador como en la diagonal.
- Hola. ¿Te acordás de mí?
- Qué. ¿Me viniste a buscar?
Caminaron unas cuadras, enmarañados en un diálogo de sordos, él tratando de simpatizarle y Patricia verdugueándolo sin tregua. Desalentado, murmuró:
- Al final, sos igual que el viejo Calixto.
- ¿Qué decís?
Las palabras mágicas. Bastó que la comparara con el viejo para que Patricia viera las cosas distintas. Una vez aclarado que él no era protegido del viejo sarnoso sino todo lo contrario, ella decidió aceptar la invitación a cenar.
Y, después de la cena, aceptó la invitación al hotel.
Y aceptó todas las invitaciones y retribuyó con creces las ansiedades del muchacho quien, por momentos, llegó a pensar que el viejo tenía razón acerca de la sobrina. Pero no, no era así. Después de tantos años a la bartola, sintió que podía confiar en alguien. Y, además, pasarla bien.
Patricia lo puso en claro acerca de algo: el viejo era un sorete de pies a cabeza y ella deseaba que tuviera una muerte lenta, bien lenta. Pero, no quería hablar de eso. Todo, en su casa, era como una espera. Una espera dentro de una jaula. Era cuestión de paciencia. Cuando la abuela se muriera...
Alguna tarde, metido como un pavote en la tribuna, adulado por todos esos desconocidos que le auguraban un pronto regreso, se decía lo mismo: viejo sarnoso, viejo sarnoso.
Puso un quiosco y le pidió a Patricia que se fueran a vivir juntos.
- No puedo todavía – explicó la piba -. Después que se muera el viejo. Dejame disfrutarlo.
Entonces le pidió eso.
- ¡Claro! Cuando quieras.
No lo eligió, salió así. Por la mañana garuaba pero, al mediodía, mientras viajaba en el ochenta y seis, se desplomó una montaña de agua que hacía temblar el colectivo. Bajó, corrió, mojándose hasta los tobillos, resignado a no esquivar más baldosas flojas – todas, absolutamente todas estaban flojas – y llegó hasta la casa de la calle Ramón Falcón.
- Pasá – Patricia se le prendió como ternero a la teta -. Mi vieja y mi hermana no están. No te quedés demasiado con el viejo. Te espero en el dormitorio y nos echamos un polvo padre.
La piba corrió por el pasillo y él escuchó el portazo.
Anduvo un poco boleado hasta que se decidió a encarar el dormitorio del viejo. ¿Le aguantaría el corazón? Soñaba cosas raras, últimamente. Como si su vida se hubiese convertido en un tobogán del cual ya llevaba medio recorrido y acelerando.
Con los pies para adelante, pensó, mirando al viejo.
Qué mugre, pensó, mirando al viejo.
Es la hora, pensó, cuando el viejo, con un gran esfuerzo, torciendo el cogote, lo enfocó con el único ojo abierto, reventado, resoplando, ansioso. Un brillo en el ojo, como una cebolla.
Caminó hasta junto la cama.
- Qué dice, Calixto. Mal, ¿no? Qué se le va a hacer.
El viejo – y esto también lo había soñado – lo miró, con el único ojo, como suplicando. El olor a meada era espantoso y, sobre la mesa de noche, vio una especie de menjunje de lentejas y fideos pasados, adentro de un plato y, más atrás, multitud de frasquitos con pastillas. Entre los frascos, una cucaracha, moviendo las antenas. Tenés compañía, viejo, pensó.
- ¿Quiere...? – le dijo.
Si el viejo no se reía nunca, ¿por qué iba a hacerlo justo ahora? Bastaba con ese ojo diciendo sí al techo.
Corrió las sábanas – el viejo había cerrado el ojo, a la espera – y miró. Cinco minutos, se dijo. Qué son cinco minutos en la vida de un hombre que viene a los pedos por un tobogán. Después iría al baño, a lavarse. Y, quizás, entre las piernas de Patricia, se quedara tranquilo, tranquilito, de un saque, para siempre. Alguna vez sería.
Como dijo el doctor. Con cuidado, pibe. No se excite demasiado y, por ahí...
El viejo trató de murmurar algo, pero no pudo. Apenas podía mover una mano, como una comadreja ciega que se estuviese por morir. Tanteó, pero lejos de su cabeza. Pensando en algo indefinido le arrancó el pañal.
Ya la tenía junto a la cara. Olía como el demonio. La mano del viejo se movía, siseando entre las sábanas apelotonadas.
Abrió la boca y le clavó los dientes. Bien a fondo, pero sin lastimar. Fuerte, ah, viejo sarnoso. Bien fuerte. Cinco minutos. La comadreja lo alcanzó a agarrar, sin fuerzas, del pelo. Por el zócalo de la pared, vio otra cucaracha.
Vio tantas cosas.
Y apretó más. Apretó fuerte, duro.
Pegadito a la raya.

0 comentarios: