Biblioteca anarquista gratuita

En la página Utopía Libertaria podés descargar gratuitamente una prolífica e interesante biblioteca de textos anarquistas. Entre ellos:
Berkman - El ABC del comunismo libertario
D'Auria - Contra los jueces
García Moriyón - Senderos de Libertad
Thoreau - Desobediencia civil y otros textos
Archinov - Historia del Movimiento Makhnovista
Baigorria - El anarquismo trashumante
Kropotkin - La moral anarquista
Varios - El anarquismo frente al derecho

Leé, estudiá, informate.

Asociación contra la violencia familiar

Notas acerca de música contemporánea




Iremos publicando pequeñas notas referidas al asunto de la música contemporánea, mal llamada académica o culta, especialmente por el lado de la producción nacional y sus autores.
Y también acerca de políticas culturales supuestas, de las genuinas y de las otras.

1.- Acerca de Juan Carlos Paz
2.- El gran Alban Berg

Una frase de Brecht para no olvidar

Una frase de Brecht para poner en la mesita de luz

El peor analfabeto, es el analfabeto político él no escucha, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
El no sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pescado, de la harina, del arriendo del zapato y del remedio dependen de las decisiones políticas.
El analfabeto político es un burro que se enorgullece e infla el pecho diciendo que odia la política.
No sabe el IMBÉCIL que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político sinvergüenza, deshonesto, corrupto y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.

Un poema para mi padre

Requiem

Quería saber tantas cosas
y no fue a tu lado,
ni contigo ni cerca de ti,
pero, quizás sí, ahora lo pienso,
quizás todo lo que deseaba saber,
lo que no hubiera debido saber,
lo supe por ser cerca de ti,
al paso, furtivo junto a ti
detrás de los claroscuros
que mitigaban tu ansiedad
en las noches compartidas.

Qué quisimos compartir
- qué quise compartir -
que nos fue vedado, padre.

Pasó el tiempo y con él
también pasamos nosotros
y hoy tu voz, tus gestos,
la mueca de tus labios
y la mirada que cuesta descifrar,
están lejos
y a la vez tan cerca.

Quisiera que mi corazón
dejara de latir por un momento
para hermanarse contigo.
No lo logro.
Por qué, a tantos años de distancia,
aún te busco
y no supe buscarte.
Por qué quisiera saber,
de una manera distinta,
lo que ya sé, lo que supe
cuando no debía saberlo.
En qué parte de nuestro mundo
estuvo lo amable,
lo pudoroso, lo incierto.

Camino por las calles, respiro,
vivo, soy, me esmero. Eso creo.
Me debo a otros pero nunca enteramente
porque detrás de mí
camina tu sombra.

Por años creo que ya no está.
Pero nunca es para siempre.

Ayer, en un momento de la noche,
mientras afuera llovía,
viniste a visitarme.
No sé si es grato, no sé
- en el momento en que ocurre -
si tu visita me alivia o me sume
en nostalgia preñada de humedad,
de sabor a cosas perdidas.

Pero si no vinieras,
si los años pasaran y se transformasen
en siempre, o en nunca,
sé que algo grande se moriría en mí.

Y aún falta tiempo para eso.

Algunos poemas bastante cínicos

La sabiduría

Usted sabe
(todos sabemos)
que saber no significa
la gran cosa.

Tanto es así que
usted sabe
(todos sabemos)
y eso no enriquece
su vida.

Porque saber,
mi amigo,
(y eso, todos lo sabemos)
no alcanza para decirle
a esa mujer
que la ama.

No, no alcanza.

Para que alcance
debe saberla a ella.
Su sabiduría
sólo será completa
cuando la sepa a ella.
Saberla hasta lo último,
hasta que ya nada
quede
de ella.

Cuando lo logre
usted sabrá
(todos sabremos)
lo que ellas saben.

Desde siempre.



QUISE SABER POR QUÉ
AQUEL LIBRO ERA TAN MALO



A pesar de las recomendaciones
de la prensa oral y escrita
y de las apologías de un crítico
de éstos que pululan en los diarios.
Y a pesar de una cuidadosa y obsesiva
propaganda en cada vidriera
y en cada escaparate y en cada murmullo
salido de la boca de turgentes estudiantes
de letras y demás obscenidades
el libro era rematadamente malo.
El autor era diestro en el manejo
del estilo directo. Directo al hígado.
Y, sin embargo, encabezaba las
listas de ventas.
Todo el mundo
compraba el condenado libro.
Sumando a los amarretes que sólo
leen de prestado y a los ejemplares
distribuidos en ¡bibliotecas populares!
podía decirse que nadie estaba a salvo.
Yo también lo leí, lo confieso.
Entonces pensé lo que siempre pienso:
que la mayoría de la gente no sirve para nada.
Pensar así me consoló pero seguía
sin saber por qué aquel libro era tan malo.
Volví a leerlo, una y otra vez.
Y una tarde caí en la cuenta:
aquel libro era tan malo porque gustaba
a la puñetera mayoría.
Como diría mi amiga mexicana:
chingue la mayoría.

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Directorio Maestro

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El Humanista

Bacanal, divino tesoro.


Usted odia los tumultos.
Martha, su mujer, en cambio, los adora.
Quizás usted, al conocerla, debió haber pensado en la frase de Emerson: una gota es un pequeño océano. Pero no pensó en dicha frase. Y no hubiese podido hacerlo por una razón muy sencilla: jamás leyó a Emerson.
Pero no hay que preocuparse por esto, es tan natural. Es poca la gente que lee a Emerson. Es poca la gente que lee, siquiera. Y usted, además, odia la lectura. Le resulta incomprensible, pedante. No quiere saber nada de lo que un autor le cuenta.
Porque ningún autor le explica por qué usted odia los tumultos y su mujer los adora. Ningún autor se ha detenido en esa vivencia absoluta. Claro que no ha leído demasiado pero, cuando alguna vez percibe que el autor del libro que lo acompaña a usted durante los quince días en Santa Teresita o en Mongo Beach decide -¡por fin!- enfrascarse en la incompatibilidad de una pareja, lo hace con razonamientos tan rebuscados, tan de soberbio pelafustán que, inmediatamente, cierra el libro y se concentra en el par de culos maravillosos que acaban de pasar por delante, apenas cubiertos –o exhibidos- por unas minuciosas y raquíticas tangas de lycra.
Ésa sí es una bondad de la vida. Y, además, motiva, últimamente, una pregunta repetida: ¿por qué son tan lindas las mujeres? ¿Por qué las desea tanto?
También Martha entra en la categoría de las mujeres hermosas, deseables. Lo asombra, como hace quince años atrás, cierta proporción indefinible en sus piernas, en sus brazos y en la forma de señalar que se terminó el dentífrico.
También Martha, a la vista de otros hombres, es una yegua.
- Prefiero estar acá, medio borracha, y no todo el santo día en la playa – dijo, anoche.
- Pero, claro – contestó Joselín, el decorador -. Una línea y un martini. ¿Qué más hay para pedir?
- Otra línea – completó Belloso, copa de champán en la mano izquierda y Marcela en el brazo derecho.
No hace falta aclarar que estuvo en medio de un tumulto –porque de eso se trata esto, verdad-, una noche cálida, en un espacio que alguien, pomposamente, llamó Mirador de la Noche, una especie de galpón con muebles de pino por todas partes, unas camareras tan cortas de experiencia como sus minifaldas y un aspecto a vacío existencial que volteaba.
Usted, ahora –en su remembranza-, vuelve a estar allí, en ese ridículo lugar.
- Unos pelotudos – susurra Marcela, hacia un costado.
Su mujer, Martha, está de acuerdo en todo. Aunque usted sabe bien que ella no ha probado ninguna línea y que su máximo esplendor hippie fue una docena de porros tragados a regañadientes durante un campamento en Pacheco.
- Y sexo grupal – interviene el infeliz de Ramiro.
Usted sabe que se lo dice a ella. Lo ve, alto, flaco, estrecho como un tablón de madera balsa, sin color, sin gracia y, sin embargo, le parece algo peligroso. Será por esas bermudas tan ajustadas que todas las mujeres comentan como gallinas.
- Eso sí – dice su mujer, radiante -. Pero hay que ver con quién.
- Así no tiene gracia.
Siete personas pasan por detrás del grupo, hablando de lo horrible que se ha puesto el lugar desde que vienen tantos negros. Así lo dijo una chica que, mirada a la distancia, podría confundirse fácilmente con el motivo de su desprecio. Un padre asegura que es hora de mudarse de balneario. Una madre – o madrastra – está a favor y dos universitarias se miran como pensando de qué mierda estarán hechos esos viejos imbéciles y por qué no aparecerá una buena bandada de negros cabeza cantando cumbia villera para amargarles la noche a esos engreídos. Otra chica no dice nada. Un muchacho, por detrás, con el dedo en la nariz hasta el nudillo. Trabajoso el asunto, piensa usted, con ganas de mandarse a mudar.
- Clase media – pontifica Joselín, como si fuera necesario.
- Hay clase media y clase media – señala su mujer, Martha, quien tiene afinidades políticas de libro y existenciales de telenovela de la tarde.
Usted no opina, fastidiado con este ritual tonto de cansarse de estar parado, tomar por tomar, escuchar idioteces y llegar molido al hotel para cumplir con el penoso deber de ahogar en un mar de rutina ese bello y único momento en el que un hombre y una mujer deciden...
- Pero en algo tienen razón – murmura Ramiro -. No es por despreciar, pero la playa es una mugre.
- La decadencia de un lugar se ve cuando empiezan a vender chipá.
Usted mira a su mujer y no puede creer que haya dicho eso.
- A mí me gusta el chipá – dice Joselín, en tren de mosconear.
- Para el caso es lo mismo de siempre – añade Belloso, Marcela en su derecha -: a saber, o hay negros o no hay negros. Pero, si no hay negros, todo es más caro. O sea que la aparición del gronchaje nos beneficia, les guste o no. El año pasado pasamos por Punta del Este y nos dijimos – Marcela tuerce el labio como si le estuvieran acercando un sánguche de osobuco -: ¿tomamos algo? Fah, dos capuchinos de mierda y unas medialunas de telgopor, catorce mangos. ¿Todo para qué? ¡Para mantener la pureza racial! Alemania del cuarenta, señores. Y créanme lo que digo.
- No exagerés – dice su mujer, la mujer de usted, riéndose.
No debe tener la más mínima idea de qué pasaba en Alemania en mil novecientos cuarenta. Pero es otra cosa la que ella quiere decir y usted lo sabe. Si la conocerá. No se anima a decirlo o no encuentra la variante; el pie, digamos. Necesita ayuda.
¿De quién podría venir ese auxilio? Adivinen.
- Si querés tener nivel, lo tenés que pagar – vomita Marcela, con un desprecio que, de tan consistente, parece mayonesa.
- Vos y tus delirios de grandeza.
- Como mi hermana que se quiere operar las tetas – chisporrotea Joselín.
- ¿Y qué tiene de malo? – estallan, a dúo, Ramiro y su mujer.
Y luego carcajean como caranchos, también a dúo.
Hacen un buen dúo, piensa usted y se le ocurre, así, de pronto, vamos, que total ni de sus ojos ni de su boca va a salir nada comprometedor, se le ocurre que todos hacen un buen dúo: usted y su mujer, Belloso y la tilinga de Marcela y Ramiro y Joselín. Bastó pensarlo para que una persona más rompiera la concordancia.
- Aquí la tienen – anuncia Joselín con los ojos de la nuca.
- Qué potra que sos – se babea Ramiro, entornando la bermuda como alfombra roja.
- Yo me quiero operar las tetas pero él no quiere – comenta su mujer, en Babia.







- Lo gracioso del asunto es que operarse las tetas cuesta un huevo – bromea Belloso, envuelto en el desprecio de Marcela.
Pero usted no estaba atento a los comentarios infradotados de sus acompañantes sino a la llegada de quien ya se incorporaba al grupo –un poco de mala gana, debía reconocerlo -, precedida por un asfixiante aroma a necesito hombres, muchos, ahora, pero ninguno de ustedes, manga de sobones aflanados y caducos.
- ¡Rosi! – salta Joselín, en una pierna.
- Qué tal – huraña la tal Rosi.
Usted no sabe muy bien cuál es su opinión sobre la huraña tal Rosi porque es evidente que dos directrices surgen en su cerebro; la una, evaluación integral, taras y virtudes, sopeso estricto de curvas, pesos, hendiduras y otras yerbas; la otra, coeficiente intelectual y político. El segundo ítem puede resumirse en media carilla.
Y con letra grande.
- Hablando de las tetas – gorjea Ramiro, bermuda en ristre.
- ¿Qué tetas? – se despabila Rosi.
Su mujer, la mujer de usted, le trepana los oídos al grito de:
- ¡Las que nos vamos a hacer! ¡Así! ¡Así de grandes!
Rociar con gas hilarante un gallinero será un pálido reflejo de...
- ¿Quiénes? – dice Rosi, sin necesidad de poner en evidencia que ella no necesita más de lo que tiene.
Usted ve la cara de su mujer y percibe que el escarabajo de la decepción ha comenzado a cavar su cuevita. Joselín le comenta algo a Marcela quien, para colmo, ve a Rosi como una competidora y frunce la boca en un rictus que fastidiaría a un monje de la Inquisición; en tanto Belloso no se hace demasiados problemas porque cuando necesita tetas llama a una agencia que le provee lo que quiere y Ramiro, tenorio ensimismado, se pregunta si la bermuda no será demasiado poco conspicua.
Pero, lo importante es que usted piensa que Rosi lo distraería bastante de su actual fastidio y no puede evitar ver las tetas duras como melones y las nalgas capaces de contener un palomar en celo, amén de unos labios símil riñones y, ¿pueden creerlo? una sonrisita amistosa.
Pero eso es un espejismo, a no ilusionarse.
Una sonrisita sobradora.
- Ah – dice la sonrisita sobradora.
Se hace un silencio tonto e inofensivo.
Por detrás vuelve a pasar el grupo de siete convertido en un grupo de tres: el señor, la señora y otra vieja a la que aún no le llegó el telegrama avisándole que las arrugas jurásicas no sientan bien con los escotes hasta el ombligo. Ni con los lentes.
La vieja, justamente, dice:
- Vos tenés que decirle a la nena que ese chico no te gusta. Con... aritos, y esas bermudas que se ponen... Y, además, ¿qué estudia?
- Ingeniería.
- Hum. Sí. Dirá que va a la facultad, pero andá a saber...
- Suegra, no sea así de jodida.
- En mis tiempos...
¡Te hubieran quemado viva, bruja de mierda! piensa usted, a los gritos en el reducido ámbito de su propio cerebro. Y una sonrisita de mamboretá le escuerce el párpado izquierdo. Rosi, lo nota.
- ¿De qué te reís? – objeta.
Sí, señores, objeta. Esta chica no se ríe, objeta.
- Nada – dice usted, con la mirada perdida -. La vieja ésa...
- ¿Qué vieja?
Usted la mira. Rosi sonríe un milímetro.
- La que pasó recién. Atrás. ¿No la oíste?
Rosi lo mira a usted.
- ¿Vos andás escuchando lo que dicen los demás?
Su mujer interviene:
- ¡Malo! ¡Dejá que me haga las tetas!
Ramiro y Joselín intervienen:
- ¡No seas amargado! ¡Dejala, che!
- ¡Es tan celoso! ¡Y yo quiero que todos los hombres me miren las gomazas que voy a tener...! ¡Y que se...!
Su mujer de usted, Martha, sigue vociferando imbecilidades. Debe estar borracha, piensa usted, mientras siente, palpitando sobre el lóbulo de su oreja, la mirada de Rosi y la preguntita inocente de Rosi vibrando como una avispa. Por un momento fugaz -una exhalación de pensamiento, un grácil e involuntario aleteo de cavernario-, sintió que la vieja bruja de antes no andaba tan equiv... ¡No! ¡No, por favor! ¡Qué carajo está pensando! Y otra cosa: ¿celoso?
- Estás parado y no te queda más remedio que escuchar, Rosi.
- Ah – murmura Rosi, y usted traduce, inmediatamente: qué pobre tipo que sos, infeliz de ideas rutinarias y sabiduría de zorrino, amparándote para encubrir tu propia inútil existencia en la comparación con una vieja que agatas respira...
Belloso se le arrima al oído:
- Está fuerte esta guachita, ¿eh? ¿Viste cómo te miró? Yo que vos, le bajo la caña.
Y usted piensa, ¿en dónde está Rosi?
Martha, sacudiéndolo como a un limonero, grita, de una manera que ya excede la posibilidad de sentir vergüenza.
- ¡Dejame hacerme las tetas! ¡Quiero tetas! ¡Tetas! ¿Me oís? ¡Tetas!
Todo el mundo se da vuelta ante la oferta.
- Sabés qué pasa – le susurra Belloso -. Tenés que darle un poco de bomba a tu jermu, che. Ya sabés, son como los techos de chapa, si no las clavás, se vuelan.
Usted comienza a estar horrorizado. ¿Desde cuándo le dio confianza a este tipo para que se meta en su vida privada? ¿Por qué no se ocupa de su muñequita fruncida? A todo esto, ¿dónde está Marcela?
Joselín se apunta:
- No digo que no tenga razón, aunque sea tan ordinario. La rutina no te mata, te hace cornudo. Yo sé lo que te digo.
- ¿Los putos se cornean entre sí? – cacarea Ramiro, sobándose la delantera.
- No todos – se ataja Joselín.
¿Dónde está Martha? Ya no escucha los gritos. Tetas, tetas. Es en lo único en que piensan. Todo su seso está invadido por la afición de las tetas, del culo parado, de...
- Igual que nosotros – recita Ramiro, un poco melancólico.
- Y, sí – se franquea Belloso, embuchándose un canapé de pastrón -. Yo no pienso en otra cosa. ¿No es genial? Ayer a la tarde, pasaron unas pendejas que... – se aferra sus propias manos y revolea los ojos -, ¡la mierda! ¡Unos culos! ¡Unas piernas! ¡Ahhh! ¡Me agarra una cosa acá...!
- ¡Uy, qué calentura en el ambiente! – se regocija Joselín.
Por suerte los tres hombres arman, con una celeridad asombrosa, un mini cónclave y se prodigan en la descripción de cuerpos tan rotundos que parecen hologramas bailoteando a medio centímetro por encima de sus cabezas. Tetas, culos, gambas, y todo el aderezo. Con ademanes, brazos y manos que dibujan sinuosidades e insinúan hoyos distribuidos tan estratégicamente como si diseñaran un campo de golf.
Una camarera se acerca con su bandejita y unos crocantes emparedados de lachas en salsa agria, canapés de ají morrón con comino y rosetas de acelga con tomate. Usted, ensimismado, toma un emparedado de lacha y nota, en la mirada un poco extraviada de la camarera, una cierta desazón, como si esa chica estuviera afuera de algo, perdida, dolorida, fastidiosa y desamparada. La camisa de la camarera, un poco entreabierta, deja a la vista un estricto corpiñito transparente pero, justo al volverse, en su radio de visión se aparece la vieja bruja del escote y tiene medio pezón a la vista. Usted mordisquea la lacha aprisionada en el pan y piensa que si piensa que la lacha es un arenque no la estaría comiendo. Sabroso. Necesita empujar con algo.






- Si no estuviera yo – susurra Joselín, enternecido, alcanzándole una copa de pisco.
- Allá, al fondo – está diciendo Ramiro.
Lo asombra, a usted, cómo ha crecido la delantera de Ramiro. Mira a través de los ventanales pero no ve, ni a su mujer, Martha, ni a la enigmática Rosi ni a Marcela. La vieja bruja, ahora, aparece acompañada por las otras dos mujeres, que sudan bastante, como si hubiesen corrido.
- Mamá –dice una de ellas, tomando un Alexander -, dejá que los chicos se entiendan...
- ¡Vos tenés cada idea, nena! ¡Con arito y bermudas! ¡Arito y bermudas!
- Nelly – traspunte de la otra mujer -, es una moda. Igual que las que había antes.
- ¡No! – se encabrita la vieja, tomando de la bandeja itinerante de una camarera con la camisa abierta hasta el ombligo, una medida doble de tequila y dos limones -. ¡Con arito, no! ¡Con arito y bermudas, no! ¡No y no y no!
Cuando las mujeres pasan usted ve, en ese fondo al que hacía referencia Ramiro – Joselín, un poco despeinado, acerca una bandeja de aspic de centolla que alguien olvidó en la punta de una mesa –, tres jóvenes con las polleras subidas hasta el esternón. Una de ellas, especialmente, lo atrae como el queso al ratón. Muestra esas bombachas que, a la altura de la vulva, tienen como un muestrario de ventositas. Lisa, blanca, crujiente. La bombacha. Las piernas, por contraste, tostadas. Se están riendo a voz en cuello, aunque usted no oiga bien por la mala acústica del salón. Y la de al lado, una pelirroja sin corpiño bajo la blusa transparente, hace un gesto con las manos muy separadas y las agita como sacudiendo una mamadera.
- ¡Sí! – explota Belloso, en el oído de usted -. ¡Así la necesitás, putísisísisísima!
- Un primo mío, del campo, andaba por esa medida – rememora Joselín, con su platito de aspic casi vacío -. Era medio opa, pero, ¡iujujuy! ¡Tarugo de ñandubay!, le decíamos.
- ¡Es lo que buscan! – grita Ramiro pavoneando el matambre a la vista de las chicas.
- Allá hay una bandejita con caracoles a la bordalesa. Joselín, ¿no la traerías para acá? Y traé, también, esa botellita de ron – exige Belloso, con la voz un poco aflautada.






Alguien enciende los ventiladores y un par de adolescentes saltan de alegría, mientras suena, casi inaudible, un remedo de polka paraguaya. Le parece ver, entre dos gitanas que se levantan las polleras para refrescarse, el vestido rojo de Rosi, pero no. Si no estaba vestida de rojo. Por detrás de la barra, cree oír la voz de Martha, la mujer de usted. Cree que es ella porque, a favor del viento, suena tetas, tetas. Pero es un segundo y de pronto lo tiene a Ramiro, muy cerca, casi sobre su boca:
- Me miran todas, sabés. Se les hace agua la boca.
Por suerte, dicho su dicho, se arroja sobre la fuente de los caracoles y el ron. Belloso, con la camisa empapada, le pide a Joselín que acerque una fondue de cebollas y unas copas de strega que una camarera sin camisa y con la pollera anudada a la cintura, está ofreciendo sin que nadie se dé por enterado.
Una sed descomunal, piensa usted.
- Tomá. Refrescate – le dice Belloso y le estampa un chorro de fernet puro en la copa -. Creo que esta noche nos vamos todos por...
- Salí, mamarracho – le gruñe Joselín -. Si no te da el cuero.
- ¡Qué no me va a dar! ¡Espera que aquella potrita se anime a cruzar el salón!
Usted mira en dirección al gesto de Belloso y ve a una mujer muy alta, muy bien dotada por la naturaleza, con un vestido totalmente transparente, negro, y ropa interior casi invisible, que, acodada como un marinero en la barra, sorbe con indiferencia un martini seco y picotea unas albondiguitas de jabalí. Potra terrible, sí.
Ni sabe qué hora es y no tiene reloj y no le dan ganas de acercarse al grupo de tres maniáticos sexuales para preguntarles. Alguien lo empuja.
- Excuse me – le dice una mocosa de catorce años, en baby doll.
- ¿Te gustan los jovatos? - agrega su compañera, de trece y con sólo una remera mojada como vestimenta, mientras lo flanquean, a usted, por ambos costados.
Mientras ve alejarse sus trastecitos apretados oye, a la primera:
- A mí todo me viene bien.
Usted suspira y agradece a Dios por sus dos hijos varones y entonces recuerda que Martha quería una nena y que ese tema estaba pendiente aunque no se mencionase en los últimos tres o cuatro años. ¿Podrá tener un crío a los cuarenta años? No. No es aconsejable. ¿Y si sale mogólico? ¿O algo peor? Además, ya estuvo bien todo el tiempo de los chicos, con los pañales y las maestras jardineras...
¿Se puede creer que, justo detrás de usted, sentadas ante una mesita repleta de fosforitos de jamón crudo y durazno, dos maestras jardineras estén hojeando una revista L’uomo y haciendo comentarios procaces?
- Yo salí con un tipo que la tenía así – dice una de ellas, delgadísima y minúscula como una laucha, señalando la revista.
Su compañera, petisa y gorda, rubia, apantallándose con un suplemento literario, no le puede creer:
- No me jodás, che. Me vas a decir que... ¿Adónde metías todo eso?
- ¿Adónde va a ser? – le dice la laucha, orgullosa.
- ¿Qué? ¿Tenés algún conducto especial que te llega hasta el bulbo raquídeo?
La laucha se ríe, con la boca llena.
- ¡Ay, gorda! ¡Sos tan divertida y envidiosa!
Usted no alcanza a escuchar la respuesta meditada de la gorda porque el cuerpo de Ramiro se le interpone y se bambolea delante de las dos guarangas.
- Mirá, mirá – susurra la gordita.
- ¡Uy! – contesta la laucha, con la mirada vidriosa en Ramiro y su matambre -. ¡Qué pedazo de muzzarella! ¡Gorda! ¡No te enojes pero eso no me lo puedo perder!
- Yo a la gorda no, macho – Belloso huele a mojito y a banana -. Aunque Ramiro se enoje. No me gustan. ¿Sabés cómo hacer para verles el agujero? Lo escuché en una película. Las empolvas con harina y buscás el punto húmedo.
- En cambio yo – bailotea Joselín, ya sin la camisa y con las botamangas arremangadas -, miren qué cuerpito. ¡Ni una gota de grasa!
- ¿Y las hemorroides? – barrunta Belloso.
Usted ve, con asombro, a Ramiro llevándose a la lauchita jardinera. Pero no demasiado lejos. Allí nomás, detrás de unas sombrillas apiladas, se escabullen. No los ve más pero sí las ropas que acomodan sobre las sombrillas. La bermuda de Ramiro conserva, como si la hubieran cementado, la fisonomía del...
- ¿Y con Ramiro...? ¿Eh?
- ¡Pero, no! – Joselín ya no lleva puestos los pantalones y usted ve, con cierta repugnancia, que tiene celulitis en las nalgas flacas y temblonas -. ¿Qué te creés? A mí me gusta suave, suavecito. Suavecito por el conductito. ¡Ay, ja, ja! De chico, con el meñique...
- En cambio yo siempre dije que el dolor...
- Me dejaba la uña larga para que raspe...
- Levantarles las piernas, bien, bien arriba y que se la banquen...
- Lo movía para ambos costados, así, ¿ves?
- Pero una vez, con una yeguita, no había caso. La pusiera como la pusiera...
- Yo siempre miro los zapatos. No más de cuarenta porque...
- Me dejó de garpe. Esa hija de una gran...
- Y nada de lubricante. Porque, entonces, no te dás cuenta y cuando te querés acordar...
Se escucha un estrépito descomunal. Una pareja de ancianos, en ropa interior, tratando de acomodarse sobre una silla enclenque, acaba de voltear una inmensa bandeja con rodajas de salmón a la meuniere y varias botellas de vino blanco del Rin, además de unas cuantas docenas de copas e innumerables cubiertos.
El viejo, grita:
- ¡Así no, Mecha! ¡Tenés el culo muy gordo!
Algunas camareras se arremolinan para rescatar el salmón del enchastre y consiguen embadurnarse con la salsa. Extasiadas, se quitan la ropa y se vuelcan litros de salsa meuniere sobre los cuerpos desnudos. Una de ellas, la más agitada, descorcha las botellas de vino y arroja el contenido sobre sí misma y sobre sus compañeras. Otras más, desvistiéndose por el camino, vienen, como una tropilla de guanacos, con escobas, bolsas y trapos de piso.
¡Pero! ¡Allá, lejos, casi al fondo del salón, acaba de ver a Martha, su mujer de usted, sin la blusa! ¡Sin el corpiño! ¡Mostrando a unos hombres en calzoncillos el tamaño de las tetas que tendrá una vez que usted, celoso de mierda, le permita sancocharse las siliconas! ¡Vamos, viejo! ¡Déjela! ¡Deje que su mujer se deslome la columna bajo el peso de las dos macizas tetas que se quiere estampar...!
- Que se vaya a la mierda – lagrimea Belloso, y le arrima una copa de anís.
- ¿Quién? – dice usted, obnubilado con la visión a distancia de Martha.
- Marcela – señala Belloso, con un pastelito de membrillo en la mano.
Con su habitual cara de asco, tendida a lo largo sobre una mesa revestida con paño verde, desnuda, Marcela es sodomizada por un moreno de dos metros. Detrás, una fila de hombres, todos con copas de distinto tamaño en las manos.

¿Y Rosi? se pregunta usted, un poco mareado.
Deja a Belloso y su pena, elude a Joselín, quien acaricia a un chico de unos trece años mientras le convida una empanada de albahaca y roquefort y camina en dirección a los ventanales y a la noche.
Tarda en hacerlo porque todo a su alrededor es un marasmo de cuerpos desnudos que se buscan y se encuentran o no. La vieja bruja sigue a los gritos:
- ¡Arito, nena! ¡Cada idea!
mientras alterna la succión a tres vejestorios que sostienen sus órganos con ambas manos para que no se caigan.
Dos camareras en pelotas se besan apasionadamente; la potra de la barra, con el cuerpo totalmente embadurnado en dulce de leche dietético, se deja lamer por un saxofonista y un pianista que, de todas maneras, siguen tocando la polka paraguaya; las gitanas le están leyendo las manos a dos tipos cuyas únicas indumentarias se reducen a dos collares artesanales hechos con dientes de tiburón; más allá, debajo de las mesas con los lemon pie, las islas flotantes y las brochetas de ciruela y papaya, un gordo, sudado como en baño turco, se revuelca, alternativamente, sobre las dos chiquitas que lo flanquearon en su momento; un grupo de mujeres se manosean por todos sus rincones mientras comen un chorreado gigot de cordero y algunos tipos de indudable origen extranjero, desnudos y con sandalias, las observan, brindando por el espectáculo con vino patero.
Ofuscado por el tumulto – que de esto se trata todo, verdad -, usted decide que se vayan todos al carajo y trata de salir del Mirador de la Noche en busca de alguien con quien tomar un poco de fresco – y si fuera Rosi, más que mejor – pero tropieza con un cuerpo que hace algo tirado en el piso y cae redondo, estampando la cara a dos centímetros de un par de caderas – espera que de distintos sexos -, fragantes a estragón y curry que se agitan como dos leviatanes en celo.
- Mirá – le dice Belloso, arrodillado junto a usted -, yo sigo creyendo que todo se reduce a aguantarse la acabada, entendés. Vos te aguantás, hacés ommm, ommm, te imaginás un cubito de hielo en el marote y le seguís dando. Aunque te pida basta, vos, duro con el muñeco, todo lo que puedas aguantar.
- Las vuelve locas – dice una cara que aparece como si estuviera naciendo, por entre medio de las dos caderas.
- Es lo que yo digo – asiente Belloso, mordiendo una fatay -. Una vez estuve dos horas así. La putita se retorcía y gritaba hasta en latín. Me quedó violeta de tanto friegue, pero...
Usted, como puede, se levanta, elude a la pareja y al tipo enredado entre ambos, salta por encima de dos adolescentes que han derramado sobre sus cuellos un kilo de caviar rojo y llaman a los gritos a dos viejos con sus bastones, esquiva a una camarera de un metro y medio que lleva, esforzada como un Atlas femenino, una paella a la valenciana con sus mejillones y langostinos y llega, ¡finalmente!, hasta el ventanal entreabierto.
- ¡Ay, esos langostinos! – trata de retenerlo Joselín, con una botella de licor de café en una mano y una cerveza negra en la otra -. ¡Te deben hacer cosquillas con los bigotes! ¡Una vez, cuando era más chico...!
Pero usted se desentiende y sale a la noche.
Dios mío, piensa, al escuchar, claramente:
- ¡Sí, papito! ¡Más, más! ¿Así que me vas a pagar la operación de las tetas? ¡Sí! ¡Hasta el fondo! ¡Uy! ¿Cuánto tenés? ¿Un metro?
A la mierda con Martha. A la mierda con todos. Incluso con Belloso que estampa la boca contra el vidrio para gritar mientras dos rabinos de espesa barba lo manosean sin disimulo y Joselín los atiende, educado y respetuoso, con sendas bandejas de gefilte fish.






La noche es fresca aunque no corre ni una brisa.
Lejos, oscuro y monstruoso, el oleaje del mar.
Sobre una roca, tomando un té con limón, Rosi.
- Hola. Te estaba buscando – le dice usted, exhausto.
- ¿Para qué? – murmura Rosi, sin dejar de mirar el mar.
- No sé. Para charlar.
Rosi deja el té con limón sobre la roca – la taza se vuelca, irremediable, sobre la arena negra – y le pregunta, con una sonrisa de dos milímetros:
- ¿Vos leíste a Joyce?
- No – balbucea usted.
- A mí me encanta. Especialmente Ulises. ¿Querés que te lo cuente?
- Bueno.
Y Rosi, soltándose el cabello, con la voz asordinada, rigurosamente vestida de negro y delgada como un faquir, comienza a decirle:
- Todo empieza cuando Stephen Dedalus y Buck Mulligan...

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