El Teatro Colón de Buenos Aires fue inaugurado en el año 1908.
En el año 2008, el año del centenario, está cerrado. Cerrado y en medio de una crisis interminable, multiplicada por la ineficiencia de los funcionarios del Gobierno de Mauricio "papa en la boca" Macri, supuesto Jefe comunal. Ahora se suma, al desaguisado, la renuncia de Horacio Sanguinetti, rector, durante años, del Colegio Nacional de Buenos Aires, recordado, por los alumnos de ese establecimiento, como un inútil, autoritario, redactor de misivas con términos estrafalarios, poseedor de una cultura ajena a la realidad y enfocada a la delectación de una vanidad autocomplaciente y enajenada.
Recuerdo que, cierta vez, ante las permanentes reyertas que significaba la intención del alumnado por dar la "vuelta olímpica" al egreso, este sujeto habló de "comportamientos polinesios" para desautorizarla.
Pero, de Sanguinetti no vale la pena hablar, no lo merece. Y de Macri, tampoco.
Al cabo de los años y de los gobiernos, el Teatro Colón fue una especie de doncella solicitada por cualquier pelafustán que quisiera darse corte con su virginidad y prestigio. Generalmente, y salvo honrosas excepciones, quienes tuvieron el corto placer de conducirlo, han sido melómanos ignorantes - las palmas se las llevaba un tal Jorge D'urbano, crítico de ópera y analfabeto musical - o vivillos que lo utilizaban para envanecer el currículum y lograr contratos en el exterior.
Todos hacían su negocio personal y el Teatro funcionaba como podía.
¿Ahora bien, qué se puede sacar en limpio de la funcionalidad de este teatro?

Un elenco de cantantes líricos de buen nivel para el reparto de las óperas.
Un cuerpo estable de ballet, con pocas representaciones anuales.
Un Coro que se utiliza tanto para las óperas como para los conciertos sinfónico-corales.
Un Instituto de enseñanza y formación de cantantes líricos.
O sea, una plantilla bastante considerable.
A esto hay que sumarle una gran cantidad de personal técnico y administrativo.
El destino actual de estas agrupaciones, hoy, parece un poco incierto, especialmente en el caso de la Orquesta Filarmónica.
Durante muchos años, y tal como lo viene haciendo en otras áreas, en el orden nacional o municipal, los gobiernos tienen a sus trabajadores "en negro". En el caso del teatro, gran parte de los artistas que trabajan allí lo hacen "por contrato", lo cual no ofrece ningún tipo de seguridad y se presta a la puesta en disponibilidad sorpresiva y arbitraria a cada renovación.
Internas gremiales desaforadas - aunque, en la mayoría de los casos, con razones más que fundadas - entorpecen el normal desenvolvimiento del teatro.
Rotación permanente en los cargos directivos, todos cargos "políticos" anhelados y peleados a punta de cuchillo, generalmente ganados por amigos del poder de turno y por ineptos musicales, hacen que el teatro nunca tenga una personalidad definida, aun que sea mala.
Ni un proyecto.
Los proyectos terminan siendo mediáticos, anclados a lo más frívolo de la Industria de la Ópera, a la llegada de algún divo de los gorgoritos o alguna frígida soprano, para representar, por millonésima vez, la "misma" ópera de Verdi, Puccini o Wagner.



¿Y la música argentina?
Bien, gracias.
Para entender cómo funciona un teatro o una organización de óperas, les recomiendo una excelente película llamada "Encuentro con Venus" (ver)
Pero, vayamos ahora a las verdaderas consideraciones.
Pensemos lo siguiente: toda una comunidad sostiene a este teatro. No lo hace voluntariamente, es cierto, forma parte del todo. Por lo tanto, ese aporte es algo que no tiene un objetivo común. Pero, lo cierto es que la sociedad es la que mantiene al teatro del cual gozan los vivillos.
¿Qué le aporta el teatro a esa comunidad que lo sostiene?
Entendamos por comunidad algo que está por encima de los cambiantes humores de una masa electoral. Porque, ¿acaso las cien mil personas que acompañaron a Blumberg, portando velas, reclamando mano dura para los negritos y los piqueteros, representan un pensamiento social comunitario?
¿La Carrera de Antropolgía de la UBA está en la conciencia individual de cada argentino?
No. Por eso es que, la sociedad no se compone de un supuesto pensamiento mayoritario imposible de rastrear sino de un conglomerado de intereses, muchos de los cuales son banales y otros aportantes.
Volvamos al teatro Colón.
¿No debería ser una representación del pensamiento musical argentino? ¿Y, a la vez, del pensamiento musical contemporáneo, ese que se transita hoy en día, con sus aciertos y errores pero con la impetuosidad del pensamiento vivo?
En vez de ser eso, el teatro Colón pasa por ser un museo de tiempos pasados, de ciertos tiempos pasados, y no de todos, diagramado de esta manera por no se sabe quién y en virtud de no se sabe qué.

El pensamiento musical argentino está, virtualmente, ausente en la programación del teatro, salvo las excepciones de rigor, es decir, aquellos que son amigos de los amigos y que forman parte de la pata pseudo intelectual que produce el país.
Argentina, por tradición, es la mayor productora de compositores de música artística de Sudamérica, solamente superada por la poderosa industria cultural norteamericana. ¿Tienen posibilidades en el teatro Colón esta camada de compositores? La respuesta es: no.
Y, para peor, cuando un compositor argentino que no forma parte del reducido grupito prebendario, liderado, en parte, por un pseudo artista nacido en 1936 y depositario de innumerables cargos bien pagados para no hacer nada importante, tiene la fortuna de ser programado la situación puede volverse irritante. No se le otorga la más mínima importancia a su trabajo, los organismos estables encargados de la reproducción de su idea musical desdeñan el trabajo, lo hacen de mala gana, con un anti profesionalismo que, en realidad, encubre una ignorancia supina, producto del bajísimo nivel de los institutos de música - conservatorios, se los llama - y el pobre compositor ve como su música, aquella a la que le puso pasión y años de esfuerzo, es desollada viva sin ningún escrúpulo.
No existen calificativos para este artisticidio, por llamarlo de alguna manera.
Pero a nadie le importa demasiado - salvo al resignado compositor - porque los integrantes de este supuesto Primer Coliseo comparten una mirada común: el arte nacional no sirve para nada.
Yo he visto a compositores, en charlas de café, llorar de impotencia ante la ruindad perpetrada con sus obras: gente grande, de larga trayectoria, esforzada, con el mucho o poco talento que la providencia les brindó y que, con posterioridad al concierto, sienten que lo único que les queda es un nombre y un programa para mostrar a los amigos. Porque, resultado artístico, ninguno.
Luego vendría, en un orden de importancia, la difusión de la música de nuestro tiempo. Entonces, uno se pregunta: ¿gente como Horacio Sanguinetti, u otros, tienen alguna idea, aunque fuera errónea, de lo que significa creación musical?
No lo piense demasiado: no tienen ninguna. Ni siquiera saben un poco de aquello que les toca regentear. Este Sanguinetti no es más que un melómano cuadrado, oyente de óperas, devoto de cantantes al uso y coleccionista de discos. Pero, es - o era - el Director del teatro. ¿Qué se puede esperar?
Finalmente Paz tenía razón, al Colón habría que cerrarlo.
Ah, cierto que ya está cerrado.
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